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Franz Kafka

Walter Benjamin (*)

El siguiente ensayo de Walter Benjamin fue escrito en el año 1934. Lo consideramos un verdadero mapa kafkiano así como también un mapa a Kafka que permite vislumbrar recorridos distintos en la obra del escritor nacido en Praga en 1883. Con Benjamin podemos hallar ciertas coordenadas entre el cuerpo político y social que atravesaron a Franz Kafka a la hora de construir su legado cultural. Los desterrados de un cuerpo, los exiliados de la certidumbre deambulan en la encrucijada humana; Kafka y Benjamin la denuncian, no con espíritu de combate, inocente posición, sino en todo caso para recordar-nos de que estofa se está hecho, lo que vale decir con qué elementos y posibilidades combinatorias contamos.

V.G.

Potemkin

Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular, y durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era, que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. «¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?» preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios. «Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, «confiadme las actas, os lo ruego». Los consejeros de estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras colocaba un primer acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó la firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio, lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido. Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin, Shuwalkin, Shuwalkin...

Esta historia es como un heraldo que irrumpe con doscientos años de antelación en la obra de Kafka. El acertijo que alberga es el de Kafka. El mundo de las cancillerías y registros, de las gastadas y enmohecidas cámaras, ése es el mundo de Kafka. El servicial Shuwalkin que se toma todo a la ligera para quedarse luego con las manos vacías, es el K. de Kafka. Pero Potemkin, que vegeta en su habitación apartada y de acceso prohibido, adormilado y desamparado, es un antepasado de esos depositarios de poder que en Kafka habitan, en buhardillas si son jueces, o en castillos si son secretarios. Y aunque sus posiciones sean las más altas, están hundidos o hundiéndose, aunque todavía pueden, así, de pronto, emerger espontáneamente en todo su poderío precisamente en los más bajos y degenerados personajes, en los porteros y ancianos y endebles funcionarios. ¿Por qué están aletargados? ¿Serán acaso descendientes de los Atlantes que cargaban con la esfera del mundo sobre los hombros? Quizá sea esa la razón por la que tienen «la cabeza tan hundida sobre el pecho que apenas si se les ve los ojos», como el castellano en su retrato o Klamm cuando está ensimismado, a solas. Pero no es la esfera del mundo lo que cargan; ya lo cotidiano tiene su peso: «su desfallecimiento es el del gladiador después del combate, su trabajo, el blanqueo de una esquina de pieza de funcionario». Georg Lukács dijo en una ocasión que para construir hoy en día una mesa como es debido, hace falta el genio arquitectónico de un Miguel Angel. Lukács piensa en edades de tiempo y Kafka en edades de mundo. El hombre que blanquea debe desplazar edades de mundo, y con los gestos menos vistosos. Los personajes de Kafka baten palma contra palma a menudo por razones singulares. En una ocasión se dice, casualmente, que esas manos son «en realidad martillos de vapor».

A paso continuo y lento aprendemos a conocer a estos depositarios de poder en proceso de hundimiento o de ascenso. Pero nunca serán más terribles que cuando surgen de la más profunda degeneración, la de los padres. El hijo calma al padre embotado y decrépito al que acaba de llevar dulcemente a la cama: «"No te inquietes, estás bien cubierto." "¡No!" exclama el padre, de tal manera que la respuesta se estrella contra la pregunta, al tiempo que echa de sí la manta con tanta fuerza que por un segundo se despliega enteramente en su vuelo, mientras él se incorpora erguido en la cama, una mano apuntando ligeramente al cielo raso. "Querías cubrirme, ya lo sé joyita mía, pero cubierto aún no estoy. Y aunque sea con mi última fuerza, sería suficiente, ¡incluso demasiado para ti ... ! Afortunadamente nadie tiene que enseñarle al padre a adivinar las intenciones del hijo. ..."—Y ahí estaba, completamente libre, sacudiendo las piernas. Resplandecía de entendimiento. —..."¡Ahora sabrás que hay más fuera de ti, antes sabías sólo de ti! ¡Propiamente no eras más que un niño inocente aunque más propiamente eras un hombre diabólico!"» El padre que echa de sí el peso de la manta, al hacerlo arroja el peso del mundo de sí. Debe poner en movimiento a toda una edad del mundo para mantener viva y rica en consecuencias a la arcaica relación padre-hijo. ¡Pero rica en qué consecuencias! Sentencia al hijo a una muerte por ahogamiento, y el padre mismo es el sancionador. La culpa lo atrae tanto como a un funcionario de juzgado. Según muchos indicios, para Kafka el mundo de los funcionarios y el de los padres son idénticos. Y la semejanza no los honra ya que están hechos de embotamiento, degeneración y suciedad. Manchas abundan en el uniforme del padre y su ropa interior no está limpia. La mugre es el elemento vital del funcionario. «La función del transporte público le era totalmente incomprensible. "Para ensuciar las escaleras de entrada a la casa", le había contestado una vez un funcionario, probablemente con enfado. No obstante, a ella, esta respuesta le había parecido muy convincente.» Hasta tal punto es la suciedad atributo de los funcionarios, que casi podría considerárselos inmensos parásitos. Por supuesto que esto no se refiere al contexto económico sino a las fuerzas de la razón y de la humanidad de las cuales esta estirpe extrae su sustento. Así, a expensas del hijo, se gana también la vida el padre de la tan especial familia de Kafka, y se sustenta sobre aquél cual enorme parásito. No sólo le roe las fuerzas sino también sus derechos. El padre sancionador es asimismo el acusador, y el pecado del que acusa al hijo vendría a ser una especie de pecado hereditario. Porque a nadie atañe la precisión que de ese pecado hiciera Kafka tanto como al hijo: «El pecado hereditario, la antigua injusticia que el hombre cometiera, radica en el reproche que el hombre hace y al que no renuncia, y según el cual es víctima de una injusticia por haberse cometido el pecado hereditario en su persona.» ¿Pero a quién se le adscribe este pecado hereditario —el pecado de haber creado un heredero— si no al padre a través del hijo? Por lo que el pecador sería en realidad el hijo. No obstante, sería erróneo concluir a partir de la cita de Kafka que la acusación es pecaminosa. De ningún lugar del texto se desprende que se haya cometido por ello una injusticia. El proceso pendiente aquí es perpetuo, y nada parecerá más reprobable que aquello por lo cual el padre reclama la solidaridad de los mencionados funcionarios y cancillerías de tribunal. Pero lo peor de éstos no es su corruptibilidad ilimitada. Es más, la venalidad que les caracteriza es la única esperanza que los hombres pueden alimentar a su respecto. Los tribunales disponen de códigos, pero no deben ser vistos. «... es propio de esta manera de ser de los tribunales el que se juzgue a inocentes en plena ignorancia», sospecha K. Las leyes y normas circunscritas quedan en la antesala del mundo de las leyes no escritas. El hombre puede transgredirlas inadvertidamente y caer por ello en la expiación. Pero la aplicación de estas leyes, por más desgraciado que sea su efecto sobre los inadvertidos, no indica, desde el punto de vista del derecho, un azar, sino el destino que se manifiesta en su ambigüedad. Hermann Cohen ya lo había llamado, en una acotación al margen sobre la antigua noción de destino, «una noción que se hace inevitable», y cuyos «propios ordenamientos son los que parecen provocar y dar lugar a esa extralimitación, a esa caída.» Lo mismo puede decirse del enjuiciamiento cuyos procedimientos se dirigen contra K. Nos devuelve a un tiempo muy anterior a la entrega de las doce Tablas de la Ley; a un mundo primitivo sobre el cual una de las primeras victorias fue el derecho escrito. Aunque aquí el derecho escrito aparece en libros de código, son secretos, por lo que, basándose en ellos, el mundo primitivo practica su dominio de forma aún más incontrolada.

Las circunstancias de cargo y familia coinciden en Kafka de múltiples maneras. En el pueblo adyacente al monte del castillo se conoce un giro del lenguaje que ilustra bien este punto. «"Aquí solemos decir, quizá lo sepas, que las decisiones oficiales son tímidas como jóvenes muchachas." "Esa es una buena observación", dijo K., ..."una buena observación, y puede que las decisiones tengan aún otras características comunes con las muchachas".» Y la más notable de estas es, sin duda, de prestarse a todo, como las tímidas mozuelas que K. encuentra en «El Castillo» y en «El Proceso», y que se abandonan a la lascivia en el seno familiar como si éste fuera una cama. Las encuentra en su camino a cada paso, y las conquista sin inconvenientes como a la camarera de la taberna. "Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía entre las manos de K. Rodaron sumidos en una insensibilidad de la que K. intentaba sustraerse continua e inútilmente. Desplazándose unos pasos, chocaron sordamente contra la puerta de Klamm y acabaron rendidos sobre el pequeño charco de cerveza y otras inmundicias que cubrían el suelo. Así transcurrieron horas, ...durante las cuales le era imposible desembarazarse de la sensación de extravío, como si estuviera muy lejos en tierras ajenas y jamás holladas por el hombre; una lejanía tal que ni siquiera el aire, asfixiante de enajenación, parecía tener la composición del aire nativo, y que, por su insensata seducción, no deja más alternativa que internarse aún más lejos en el extravío.» Ya volveremos a oír hablar de esta lejanía, de esta extrañeza. Pero es curioso que estas mujeres impúdicas no parezcan jamás bonitas. En el mundo de Kafka, la belleza sólo surge de los rincones más recónditos, por ejemplo, en el acusado. «"Este es un fenómeno notable, y en cierta medida, de carácter científico natural ... No puede ser la culpa lo que lo embellece ... ni tampoco el justo castigo ... puede, por lo tanto, radicar exclusivamente en los procedimientos contra ella esgrimidos y a ellos inherente."»

De «El Proceso» puede inferirse que los procedimientos legales no le permiten al acusado abrigar esperanza alguna, aun en esos casos en que existe la esperanza de absolución. Puede que sea precisamente esa desesperanza la que concede belleza únicamente a esas criaturas kafkianas. Eso por lo menos coincide perfectamente con ese fragmento de conversación que nos transmitiera Max Brod. «Recuerdo una conversación con Kafka a propósito de la Europa contemporánea y de la decadencia de la humanidad», escribió. «"Somos", dijo, "pensamientos nihilísticos, pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios." Ante todo, eso me recordó la imagen del mundo de la Gnosis: Dios como demiurgo malvado con el mundo como su pecado original. "Oh no", replicó, "Nuestro mundo no es más que un mal humor de Dios, uno de esos malos días." ¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?" El sonrió. "Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros."» Estas palabras conectan con esas excepcionales figuras kafkianas que se evaden del seno familiar y para las cuales haya tal vez esperanza. No para los animales, ni siquiera esos híbridos o seres encapullados como el cordero felino o el Odradek. Todos ellos viven más bien en el anatema de la familia. No en balde Gregor Samsa se despierta convertido en bicho precisamente en la habitación familiar; no en balde el extraño animal, medio gatito y medio cordero, es un legado de la propiedad paternal; no en balde es Odradek la preocupación del jefe de familia. En cambio, los «asistentes» caen de hecho fuera de este círculo.

Los asistentes pertenecen a un círculo de personajes que atraviesa toda la obra de Kafka. De la misma estirpe son tanto el timador salido de la «Descripción de una lucha», el estudiante que de noche aparece en el balcón como vecino de Karl Rossmann, así como también los bufones o tontos que moran en esa ciudad del sur y que no se cansan. La ambigüedad sobre su forma de ser recuerda la iluminación intermitente con que hacen su aparición las figuras de la pequeña pieza de Robert Walser, autor de la novela El Asistente. Las sagas hindúes incluyen Gandarwas, criaturas incompletas, en estado nebulosos. De este tipo son los asistentes kafkianos; no son ajenos a los demás círculos de personajes aunque no pertenecen a ninguno; de un círculo a otro ajetrean en calidad, de enviados u ordenanzas. El mismo Kafka dice que se parecen a Bernabé, y éste es un mensajero. No han sido aún excluidos completamente del seno de la naturaleza y por ello «se establecieron en un rincón del suelo, sobre dos viejos vestidos de mujer. Su orgullo era... ocupar el menor espacio posible. Y para lograrlo, entre cuchicheos y risitas contenidas, hacían variados intentos de entrecruzar brazos y piernas, de acurrucarse apretujadamente unos contra otros. En la penumbra crepuscular sólo podía verse un ovillo en su rincón.» Para ellos y sus semejantes, los incompletos e incapaces, existe la esperanza.

Lo que más finamente y sin compromiso se reconoce en el actuar de estos mensajeros, es en última instancia la perdurable y tétrica ley que rige todo este mundo de criaturas. Ninguna ocupa una posición fija, o tiene un perfil que no sea intercambiable. Todas ellas son percibidas elevándose o cayendo; todas se intercambian con sus enemigos o vecinos; todas completan su tiempo y son, no obstante, inmaduras; todas están agotadas y a la vez apenas en el inicio de un largo trayecto. No se puede hablar aquí de ordenamientos o jerarquías. El mundo del mito que los supone es incomparablemente más reciente que el mundo kafkiano, al que promete ya la redención. Pero lo que sabemos es que Kafka no responde a su llamada. Como un segundo Odiseo, lo dejó escurrirse «de su mirada dirigida hacia la lejanía.... la forma de las sirenas se fue desvaneciendo, y justo cuando estuvo más cerca no supo ya nada de ellas.» Entre los ascendientes de la antigüedad, judíos y chinos que Kafka tiene y que encontraremos más adelante, no hay que olvidar a los griegos. Ulises está en ese umbral que separa al mito de la leyenda. La razón y la astucia introdujeron artimañas en el mito, por lo que sus imposiciones dejan de ser ineludibles. Es más, la leyenda es la memoria tradicional de las victorias sobre el mito. Cuando se proponía crear sus historias, Kafka las describía como leyendas para dialécticos. Introducía en ellas pequeños trucos, para luego poder leer de ellas la demostración de que «también medios deficientes e incluso infantiles pueden ser tablas de salvación». Con estas palabras inicia su cuento sobre «El callar de las sirenas». Allí las sirenas callan; disponen de «un arma más terrible que su canto... su silencio». Y éste es el que emplean contra Odiseo. Pero, según Kafka, él «era tan astuto, tan zorro, que ni la diosa del destino podía penetrar su íntima interioridad. Aunque sea ya inconcebible para el entendimiento humano, tal vez notó realmente que las sirenas callaban y les opuso, sólo en cierta medida, a ellas y a los dioses el procedimiento simulador» que nos fuera transmitido, «como escudo».

Con Kafka callan las sirenas. Quizá también porque allí la música y el canto son expresiones, o por lo menos fianzas, de evasión. Una garantía de esperanza que rescatamos de ese entremundo inconcluso y cotidiano, tanto consolador como absurdo, en el que los asistentes se mueven como por su casa. Kafka es como ese muchacho que salió a aprender el miedo. Llegó al palacio de Potemkin hasta toparse en los agujeros de la bodega con Josefina, una ratoncita cantarina, asi descrita: «Un algo de la pobre y corta infancia perdura en ella, algo de la felicidad perdida a jamás, pero también algo de la vida activa actual y de su pequeña e inconcebible alegría imperecedera.»

Un cuadro de infancia

Hay un cuadro de infancia de Kafka y rara vez «la pobre corta infancia» exhibirá una imagen más conmovedora. Tiene su origen en uno de esos talleres del siglo XIX que, con sus colgaduras, cortinajes y palmeras, sus gobelinos y caballetes, hacen pensar en algo intermedio entre una sala real y una cámara de torturas. Con su estrecho y a la vez humillante traje infantil cubierto de artículos de pasamanería, se sitúa el chico de unos seis años en medio de una especie de paisaje constituido por un jardín invernal. Palmas absortas se insinúan en el fondo. Como si fuera posible, para hacer aún más tórridos y pegajosos a esos trópicos almohadonados, volcado hacia su izquierda, el modelo porta un desmesurado sombrero a la usanza española. Ojos inconmensurablemente tristes dominan el paisaje predeterminado, y a la escucha, la concha de una gran oreja.

El íntimo «deseo de convertirse en un indio», pudo haber traspasado esa gran pena: «si fuese un indio, siempre alerta sobre el corcel galopante, suspendido de lado y estremecido por la cercana tierra trepidante, largadas las espuelas porque ya no había espuelas, abandonadas las riendas que tampoco existían; la tierra ante sí vista como una pradera segada y ya no hay ni cuello ni cabeza de caballo.» Este deseo contiene muchas cosas. Su satisfacción pone precio a su secreto y se encuentra en América. El nombre del héroe nos indica ya la singular particularidad de «América». Mientras que en las otras novelas el autor sólo se refería a una apenas murmurada inicial, aquí el autor experimenta su renacimiento en la nueva tierra con un nombre completo. Y lo experimenta en el teatro natural de Oklahoma. «En una esquina callejera, Karl vio un afiche con la siguiente leyenda: ¡Hoy, en la pista de carreras de Clayton se admite personal para el teatro de Oklahoma, de las seis de la mañana hasta medianoche! ¡El gran teatro de Oklahoma os llama! ¡Sólo hoy! ¡Unica ocasión! ¡El que deje pasar esta oportunidad la pierde para siempre! ¡El que piensa en su futuro merece estar con nosotros! ¡Todos serán bienvenidos! ¡El que quiera ser un artista que se presente! ¡Somos el teatro que a todos necesita! ¡Cada uno en su lugar! ¡Felicitamos ya a aquellos que se hayan decidido por nosotros! ¡Pero daos prisa para ser admitidos antes de medianoche! ¡A las doce todo se cierra y ya nada se reabrirá! ¡Maldito el que no nos crea! ¡Vamos! ¡A Clayton!» El lector de este anuncio es Karl Rossman, la tercera y más afortunada encarnación de K., el héroe de las novelas de Kafka. La felicidad le espera en el teatro natural de Oklahoma, una verdadera pista de carreras, como el estrecho tapiz de su habitación en que la «desventura» otrora se abatiera sobre su persona y sobre el cual a ella se abandonara como en «una pista de carreras». Esta imagen es familiar para Kafka desde la escritura de sus observaciones «sobre la reflexión de los jinetes caballeros», desde que hizo que «el nuevo abogado» escalara los peldaños del tribunal «con altas zancadas y sonoro paso sobre el mármol», y que lanzara a sus «niños en la carretera» al campo con grandes brincos y brazos en cruz. Por lo tanto también a Karl Rossman puede ocurrirle que «distraído en su sopor» se dedique a efectuar «grandes saltos, consumidores de tiempo e inútiles». Por ello, sólo podrá alcanzar la meta de sus deseos sobre una pista de carreras.

Esta pista es a la vez un teatro, lo que plantea un enigma. Pero el enigmático lugar y la figura totalmente libre de enigmas, transparente y nítida de Karl Rossman están unidos. Karl Rossman es transparente, nítido y prácticamente sin carácter sólo en el sentido en que Franz Rosenzweig habla de la interioridad del hombre en China como siendo «prácticamente sin carácter» en su «Estrella de la Redención». «El concepto del sabio, clásicamente... encarnado por Confucio, se deshace de toda particularidad de carácter; es el hombre verdaderamente sin carácter, lo que viene a ser el hombre medio... Cuando el chino resalta la pureza del sentimiento se trata de algo completamente diferente del carácter.» Sea cual fuere la forma de comunicarlo conceptualmente —quizá esta pureza del sentimiento es un finísimo platillo de balanza del comportamiento compuesto por gestos y ademanes— el teatro natural de Oklahoma evoca al teatro chino, que es un teatro de gestos. Una de las funciones significativas de este teatro de la naturaleza es la resolución de ocurrencias en gestos. Se puede efectivamente continuar y decir que toda una serie de pequeños estudios y cuentos de Kafka cobran luz plena al concebirlos asimismo como actos del teatro natural de Oklahoma. Sólo entonces se reconocerá con toda seguridad que la totalidad de la obra de Kafka instituye un código de gestos sin que éstos tengan de antemano para el autor un significado simbólico determinado. Más bien cobran significados diversos según variados contextos y ordenamientos experimentales. El teatro es el lugar dado para tales ordenamientos experimentales. En un comentario inédito a «El fratricidio», Werner Kraft reconoció con mucha agudeza la cualidad escénica de la acción de este relato. «La pieza puede comenzar, y es efectivamente anunciada por un toque de timbre. El toque ocurre con la mayor naturalidad al coincidir con Weise que deja a continuación su casa en la que tiene su oficina. Pero este timbrazo, y así se especifica expresamente, es "demasiado fuerte como para corresponder a un timbre de puerta". Resuena el campanazo "en toda la ciudad y se eleva al cielo"». Así como el toque de campana que se eleva al cielo es demasiado sonoro como para ser un mero timbre de entrada, también los gestos de las figuras kafkianas son demasiado contundentes para el entorno habitual, por lo que irrumpen en una dimensión más espaciosa. Cuanto más se incrementa la maestría de Kafka, tanto más renuncia a adaptar estos ademanes a situaciones habituales, a explicarlos. En la «Metamorfosis» leemos que «"sentarse al pupitre y desde lo alto hablar con el empleado que debe arrimarse a su lado por la sordera del jefe, también es una actitud extraña"». «El Proceso» superaba ya ampliamente tales consideraciones. En el penúltimo capítulo, K. se detiene «en los bancos delanteros, pero para el religioso esa distancia era aún excesiva; alargó el brazo para indicar con el índice marcadamente doblado hacia abajo, un sitio inmediatamente adyacente al púlpito. K. volvió a moverse. Desde ese lugar tenía que inclinarse profundamente hacia atrás para poder aún atisbar al religioso».

Cuando Max Brod dice: «inabarcable era el mundo de los hechos a los que él atribuía importancia», el gesto era para Kafka sin duda lo más inabarcable. Cada uno de ellos significaba de por sí un telón, o más aún, un drama. El teatro del mundo es el escenario sobre el que se interpreta ese drama y cuyo telón de foro está representado por el cielo. Pero normalmente este cielo no es más que fondo. Para examinarlo en su propia ley habría que colgar el fondo pintado de la escena, encuadrado, en una galería. Al igual que El Greco, Kafka desgarra el cielo que está detrás de cada ademán, pero también como para El Greco que fue el santo patrón de los expresionistas, lo más decisivo, el foco de la acción, sigue siendo el ademán. Inclinados de espanto andan los que oyeron el aldabonazo en la puerta de la corte. Así representaría un actor chino el espanto pero nadie se asustaría. En otra parte, el mismo K. hace teatro. Casi sin saberlo, cogió «lentamente... sin mirar, uno de los papeles del despacho... haciendo girar cuidadosamente los ojos hacia arriba, lo colocó sobre la mano extendida, lo elevó poco a poco mientras él mismo se incorporaba para subir a encontrarse con los señores. Mientras actuaba de esta forma no pensaba en nada determinado. Estaba dominado por el sentimiento de que debía comportarse así, si quería completar la gran petición suplicatoria que lo absolvería definitivamente.» La combinación de extremo, enigma y llaneza relacionan este gesto con lo animal. Podemos leer un largo fragmento de alguna de las historias de animales de Kafka, sin apercibirnos para nada de que no se trata de seres humanos. Y al llegar al nombre de la criatura —un mono, perro o topo— apartamos espantados la mirada y nos damos cuenta de lo alejados que ya estamos del continente humano. Kafka siempre lo está; retira los soportes tradicionales del ademán para quedarse con un objeto de reflexión interminable.

Curiosamente, la reflexión es igualmente interminable cuando procede de las historias conceptuales de Kafka. Basta pensar en la parábola «De la Ley». El lector que se encuentra con ella en «El médico rural», se habrá probablemente percatado del carácter nebuloso que reside en su interioridad. ¿Hubiera provocado Kafka esa interminable serie de consideraciones surgidas de la alegoría, también al emprender su interpretación? En «El Proceso» esto ocurre a través del religioso, y en un lugar tan notable que podría suponerse que la totalidad de la novela no es más que el despliegue de la parábola. Pero la palabra «desplegar» tiene un doble sentido. El capullo se despliega en flor, así como el barco de papel, cuyo armado enseñamos a los niños, se despliega hasta volver a ser una hoja lisa. Este segundo sentido de «despliegue» es apto para las parábolas, consideradas desde el punto de vista de la satisfacción del lector que las alisa para que puedan posarse sobre la mano desplegada. Pero las parábolas de Kafka se despliegan de acuerdo al primer sentido: como el capullo se transforma en flor. Por ello el resultado se asemeja a la creación poética. Sin embargo, sus piezas no encajan plenamente en las formas occidentales de la prosa, ocupando en términos de doctrina un lugar similar al de la Hagadá respecto a la Halajá. No son alegorías, pero tampoco textos independientes, autocontenidos. Están concebidos para ser citados, para ser contados a modo de aclaración. ¿Pero poseemos acaso esa doctrina, o mejor dicho, esa enseñanza que acompaña a las alegorías de Kafka y que se ilustra en los gestos de K. y en los ademanes de sus animales? No la tenemos. A lo sumo podemos decir que esto o aquello la insinúan. Quizá para Kafka lo que se conserva son sus reliquias. Nosotros podríamos decir que sus figuras son sus precursoras. Sea como fuere, se trata de la organización de la vida y del trabajo en la comunidad humana. Esta cuestión lo ocupó en creciente medida, mientras se le iba haciendo a la vez menos inteligible. En ocasión de la célebre conversación de Erfurt entre Napoleón y Goethe, aquél sustituyó el hado por la política. Cambiando de palabra, Kafka hubiera podido definir la organización como destino. Eso se lo planteó no sólo en relación a las hinchadas jerarquías de funcionarios de El Proceso y de El Castillo, sino de forma más palpable en las complicadas e inabarcables empresas de construcción, cuyo digno modelo trató en La construcción de la Muralla China.

«Esta muralla fue concebida como protección para siglos; por lo que el trabajo ineludiblemente requirió la más cuidadosa construcción, la utilización de sabiduría arquitectónica de todos los pueblos y tiempos conocidos y un permanente sentido de la responsabilidad de cada constructor. Para los trabajos menores se podía contratar inexperimentados jornaleros del pueblo; hombres, mujeres y niños que se ofrecen a cambio de una buena paga. Sin embargo, para dirigir a cuatro jornaleros era ya necesario contar con hombres instruidos en las técnicas de la construcción... Nosotros —y hablo en nombre de muchos— llegamos a tener conciencia de nuestra propia valía al descifrar trabajosamente las consignas de la dirección máxima, y entonces descubrimos que de nada hubiera servido nuestra instrucción profesional y nuestro entendimiento para cumplir con el pequeño puesto que ocupábamos en el gran todo, sin esa dirección.» Dicha organización se asemeja, al hado. Metschnikoff, que delinea un esquema de tal organización en su famoso libro «La civilización y sus grandes ríos históricos», lo hace empleando unos giros que podrían coincidir con Kafka. Escribe que «los canales del Yangste-Kiang y las represas del Hoang-Ho son a todas luces resultado de un trabajo colectivo ingeniosamente organizado... de generaciones... La menor inatención en el cavado de una fosa o en el soporte de una presa, el más ínfimo descuido o reflejo egoísta por parte de un individuo o grupo de personas en la conservación del tesoro acuático comunitario, se convierte, dadas las extraordinarias condiciones, en fuente de males y tragedias sociales de vastas y lejanas consecuencias. La amenaza mortal que planea sobre los que se sustentan de los ríos exige, por lo tanto, una solidaridad estrecha y duradera incluso entre aquellas masas de pobladores que habitualmente son extrañas e inclusive enemigas entre sí; condena al hombre ordinario a trabajos cuya utilidad común sólo se manifiesta al cabo de un tiempo, en tanto el plan le resulta a menudo totalmente incomprensible.»

Kafka quería contarse entre los hombres ordinarios. A cada paso, las fronteras de la comprensión irrumpían ante él. Y no dudaba en imponerlas a los demás. En ocasiones parece estar próximo a pronunciar, junto al Gran Inquisidor de Dostoyevski: «Por lo tanto, estamos enfrentados a un misterio que no podemos aprehender. Por ser un enigma tendríamos el derecho de predicar y enseñar a los hombres que aquello a lo cual deben someterse no es ni la libertad, ni el amor, sino el secreto y el misterio sin reflexión y aun en contra de la propia conciencia.» Kafka no eludió siempre las tentaciones del misticismo. Tenemos una entrada de su diario relativa a su encuentro con Rudolf Steiner que, por lo menos en la forma en que fue publicada, no incluye la posición de Kafka. ¿Se abstuvo de hacerlo, acaso? Dada su actitud respecto a sus propios textos, eso no parecería imposible. Kafka disponía de una extraordinaria capacidad para proveerse de alegorías. Sin embargo, no se afana jamás con lo interpretable, por el contrario, tomó todas las precauciones imaginables en contra de la clarificación de sus textos. Hay que ir avanzando a tientas en su interior con circunspección, cautela y desconfianza. Es preciso tener muy en cuenta la propia forma de leer de Kafka, tal como trasluce de la explicación de la ya mencionada parábola. Y, por supuesto, debemos recordar su testamento. La prescripción por la cual se ordenaba la destrucción de su legado resulta, en vista de las circunstancias inmediatas, tan injustificable y, a la vez, tan digna de cuidadosa ponderación, como lo son las respuestas del guardián de las puertas de la Ley. Kafka, cada día de su vida enfrentado a formas de comportamiento indescifrables y a confusos comunicados y notificaciones, tal vez quiso, al morir, retribuir a su entorno con la misma moneda.

El mundo de Kafka es un teatro del mundo. El ser humano se encuentra de salida en él sobre la escena. Y así lo confirma la prueba de admisión en el ejemplo: para todos hay lugar en el teatro natural de Oklahoma. Los criterios según los cuales se realiza la admisión son inaccesibles. La vocación histriónica que debería primar, parece no jugar papel alguno. Esto podría expresarse de otra manera: a los aspirantes no se les exige ninguna otra cosa más que de actuarse. Que en última instancia puedan ser efectivamente lo que declaran, es algo que escapa a la dimensión de lo posible. Por medio de sus roles, las personas buscan un asilo en el teatro natural que se asemeja a la búsqueda de autor de los seis personajes pirandellianos. En ambos casos este sitio es el último refugio; lo que no quita que pueda ser el de la redención. La redención no es un premio a la existencia sino el último recurso de un ser humano para el que, en las palabras de Kafka, «la propia frente ... hace que el camino» se le extravíe. Y la ley de este teatro está en la recóndita frase contenida en El informe para una Academia: « ... imitaba porque buscaba una salida, no existía otra razón». En vísperas del fin de su proceso, en K. parece iluminarse una noción de estas cosas. Repentinamente se vuelve hacia los dos hombres con sombrero de chistera que lo vienen a recoger y les pregunta: «¿En qué teatro actuáis? "¿Teatro?', pregunta uno de ellos al otro con un rictus espasmódico de la boca, como requiriendo consejo. El otro adopta una actitud parecida a la de un mudo en lucha con un organismo monstruoso.» No contestaron a la pregunta, no obstante, todo indica que ésta llegó a afectarles.

Todos los que de ahora en adelante pertenecen al teatro natural son agasajados; para ello se ha dispuesto un largo banco cubierto por un paño blanco. «Todos estaban contentos y excitados». Los extras traen ángeles para el festejo. Cubiertos de ondeantes atavíos, están posados sobre altos pedestales con una escalera en su interior. Son aprestos de una verbena rural, o quizá una fiesta infantil en la que el chico del que habláramos al comienzo, acicalado y ahogado por moños y cordones, hubiera perdido su mirada triste. Incluso los ángeles podrían ser verdaderos de no tener unas alas atadas al cuerpo. Tienen precursores en la misma obra de Kafka. Uno de ellos es el empresario que se arrima a la red de salvataje en la que ha caído el trapecista en su «primer desgracia», para acariciarlo, acercando su cara tanto a la de él, «que las lágrimas del artista llegan a empapar su propio rostro». Otro, un ángel guardián o guardaespaldas se le aparece en El fractricidio al asesino Schmar, y éste, «la boca apretada contra el hombro del guardián» se deja conducir, ligero, por él. En las ceremonias rurales de Oklahoma resuena la última novela de Kafka. Soma Morgenstem afirmó que «como sucede con todos los grandes fundadores de religiones, un aire pueblerino domina la atmósfera kafkiana.» Este punto puede evocar especialmente la religiosidad de un Lao-Tsé, al dedicarle Kafka en «el próximo pueblo» la más completa descripción: «los países vecinos estarían a una distancia visible,/ Se oirían los llamados contrastados de gallos y perros:/ Aun así, las gentes deberían alcanzar la muerte a la edad más alta,/ Sin haberlos hecho viajar de un lado a otro.» Igual que Lao-Tsé, Kafka también fue un parabolista, pero no fue un fundador de religiones.

Consideremos el pueblo plantado al pie del Monte del Castillo desde el cual se nos informa tan extraña e imprevisiblemente sobre la presunta contratación de K. en calidad de agrimensor. En el epílogo a esta novela, Brod sugirió que Kafka tenía en mente una población precisa, Zürau en las montañas del Erz, al referirse al pueblo en las laderas del Monte del Castillo. Sin embargo, en él puede reconocerse aún otro. Se trata de ese pueblo de la leyenda talmúdica, traído a colación por un rabino como respuesta a la pregunta de por qué el judío organiza una cena festiva el viernes de noche, es decir, una vez entrado el Shabat. La leyenda cuenta de una princesa que en el destierro, lejos de sus compatriotas, languidece en un pueblo cuyo idioma no comprende. Un día le llega una carta; su prometido no la ha olvidado, la ha ubicado y ya está en camino para venir a buscarla. El prometido es el Mesías, dice el rabino, la princesa es el alma, y el pueblo en que está desterrada es el cuerpo. Y para expresar su alegría al cuerpo, del que no conoce la lengua, no tiene más recurso que organizar una comida. Este pueblo talmúdico nos transporta al centro del mundo kafkiano. Tal como K. habita en el pueblo del Monte del Castillo, habita hoy el hombre contemporáneo en su propio cuerpo; se le escurre y le es hostil. Puede llegar a ocurrir que al despertarse una mañana se haya metamorfoseado en un bicho. Lo ajeno, la propia otredad, se ha convertido en amo. El aire de este pueblo sopla en la obra de Kafka y por ello evitó la tentación de convertirse en fundador de una religión. A este pueblo pertenece también la pocilga de donde provienen los caballos para el médico rural, el sofocante cuarto trasero en donde Klamm, un puro en la boca, está sentado frente a una jarra de cerveza, y asimismo la puerta de palacio, que, al golpearla, trae aparejada la ruina. El aire de este pueblo no está limpio de todo aquello que no terminó de cuajar, o bien está descomponiéndose, y mezclados se echan a perder. Este es el aire que Kafka debió respirar en su día. El no produjo «Mantas» ni fundó religiones. ¿Cómo pudo soportarlo?

El jorobadito

Desde hace mucho se sabe que Knut Hamsun tiene la delicadeza de enriquecer con sus opiniones, una y otra vez, la sección de cartas del periódico local de la pequeña ciudad cerca de la cual vive. Hace años tuvo lugar en esa ciudad un juicio jurado contra una criada que mató a su hijo recién nacido y fue condenada a una pena de prisión. En las páginas del periódico local no tardó en aparecer la posición de Hamsun al respecto. Afirmó que iba a ofrecerle la espalda a una ciudad que no castiga a la madre que mata a su recién nacido con una pena que no sea la máxima; si no el patíbulo, por lo menos una condena perpetua. Transcurrieron algunos años. Se publicó Bendición de la tierra, y en él se refiere la historia de una sirvienta que comete el mismo crimen, recibe la misma pena y, como el lector puede apreciar, tampoco merece castigo más duro.

Las reflexiones que Kafka nos dejó, tal como aparecen en «La construcción de la muralla china», constituyen una buena ocasión para recordar esta serie de acontecimientos. Apenas publicada esta obra póstuma, apareció, basada en las reflexiones allí contenidas, una forma de interpretación de Kafka, centrada en esos planteamientos y que se aleja de las circunstancias del cuerpo principal de su obra. Existen dos vías para malinterpretar radicalmente los textos kafkianos. Una es la explicación naturalista, y la otra, la sobrenatural. Básicamente ambas, tanto la psicoanalítica como la teológica, equivocan el camino de la misma manera. La primera está representada por Hellmut Kaiser; la segunda por lo que son ya numerosos autores, como H. J. Schoeps, Bernhard Rang, Groethuysen. Entre ellos también hay que contar a Willy Haas, que no obstante, en otros contextos sus asociaciones con las que nos toparemos más adelante, facilitaron observaciones clarificadoras. Sin embargo, ello no le impidió concebir la obra completa de Kafka según un patrón teológico. «El poder superior, así escribe sobre Kafka, «el reino de la gracia, fue descrito en su gran novela El Castillo: el poder inferior, o sea, el ámbito del juicio y de la condena, lo fue en su igualmente gran novela El Proceso. El mundo entre ambos.... el destino terrestre y sus difíciles exigencias fueron acometidos, severamente estilizados, en la tercera novela, América.» El primer tercio de esta interpretación se ha convertido desde Brod en patrimonio público. En la misma línea escribe, para citar un ejemplo, Bernhard Rang: «Mientras pueda concebirse al castillo corno asiento de la gracia, esos inútiles intentos y esfuerzos significan, en términos teológicos, que la gracia de Dios no puede ser forzada o conjurada por el hombre a su voluntad y arbitrariamente. La inquietud y la impaciencia no hacen más que impedir y confundir la excelsa quietud de lo divino.» Esta interpretación es tan cómoda como insostenible; esto último se hace cada vez más evidente a medida que avanzamos con ella. Y quizá se haga aún más meridiana en Willy Haas cuando declara: «Kafka se nutre... tanto de Kierkegaard como de Pascal; podríamos nombrarlo único nieto legítimo de Kierkegaard y Pascal. Los tres tienen el mismo duro leitmotiv religioso, de dureza brutal, a saber, que el hombre es siempre injusto en los ojos de Dios.» Para Kafka, «el mundo superior, el así llamado castillo, con sus funcionarios imprevisibles, insignificantes, complicados y francamente lascivos y su curioso cielo, juega un juego espantoso con los seres humanos ... ; y aun así, aun frente a un Dios como éste, el hombre está profundamente instalado del lado de la injusticia». Esta teología, ampliamente atrasada en comparación con la doctrina de la justificación de Anselmo de Canterbury, recae en especulaciones bárbaras que además no parecen concordar con el espíritu del texto kafkiano. «"¿Puede acaso un funcionario individual perdonar?"», es, precisamente, un planteamiento de El Castillo. «"Eso podría a lo sumo atribuirse a la autoridad general, aunque ella misma no es probablemente capaz de perdonar sino sólo de juzgar."» El camino emprendido se agota pronto. Denis de Rougemont dice: «Todo esto no consiste en el miserable estado del ser humano sin Dios, corresponde más bien al estado miserable del ser humano arraigado en un Dios que no conoce, porque no conoce a Cristo.»

Es más fácil derivar conclusiones especulativas a partir de la colección de notas póstumas de Kafka, que fundamentar siquiera uno de los motivos que asoman en sus relatos y novelas. No obstante, sólo estas notas echan alguna luz sobre las fuerzas del mundo primitivo requeridas por el trabajo creativo de Kafka; fuerzas éstas que con todo derecho podríamos también considerar como de nuestro mundo y tiempo. Quién se atreverá a adivinar bajo qué nombre se le aparecieron a Kafka. Lo único seguro es que no se sintió a gusto en su seno; no las conocía. No hizo más que permitir la proyección de un futuro en forma de juicio, sobre el espejo que lo primitivo en forma de culpa le ofrecía. Pero, piénsese esto como se quiera, ¿no se trata acaso de lo último?, ¿no convierte al juez en acusado? ¿y al procedimiento legal en castigo? Kafka no dio respuesta. Quizá esperaba mucho de ella, o le fue mucho más importante demorarla. En sus relatos, la épica recupera el sentido que tenía en boca de Sheherazade: postergar lo venidero. El aplazamiento es la esperanza del acusado en El Proceso, con tal que el procedimiento no alcance la eventual sentencia. Al mismo patriarca le favorece el aplazamiento, por lo que debe renunciar a su lugar en la tradición. Podía imaginarme otro Abraham —aunque no era necesario remitirse hasta el patriarca, ni siquiera hasta el vendedor de ropa vieja— que inmediatamente aceptara la exigencia del sacrificio como el camarero un encargo, y que aun así no logre consumar el sacrificio porque no puede dejar la casa, por ser insustituible, porque lo requieren los quehaceres económicos, siempre queda algo por organizar, la casa no está lista, y antes de completar la casa, sin ese apoyo, no puede ausentarse. La propia Biblia lo reconoce cuando dice: "él encargó su casa".

Este Abraham se nos aparece «solícito como un camarero». Para Kafka, siempre hay algo que sólo se deja aprehender en el gesto. Y este gesto que no comprende constituye el espacio nebuloso de la parábola. De allí parte la poesía de Kafka, y es bien sabido lo comedido que fue con ella. Su testamento ordenó su destrucción. Este testamento que ningún tratamiento sobre Kafka puede ignorar, habla de la insatisfacción del autor con sus textos, de lo que considera como esfuerzos fallidos, de que se cuenta entre aquellos condenados al fracaso. Y en fracaso se saldó su extraordinario intento de transcribir la poesía en doctrina, en enseñanza, y de devolverle inalterabilidad y sencillez como parábola; según él la única forma conveniente desde la perspectiva de la razón. Ningún escritor fue tan fiel como él al «no te fabricarás imágenes».

«Era como si la vergüenza tuviera que sobrevivirle.» Estas palabras cierran El Proceso. El ademán más poderoso en Kafka es la vergüenza que se desprende de su «pureza elemental del sentimiento». Tiene, empero, dos caras. La vergüenza, esa íntima reacción del ser humano, es a la vez una reacción socialmente exigente. La vergüenza no sólo es vergüenza frente al otro, sino que puede también ser vergüenza por el otro. De ahí que la vergüenza de Kafka no sea más personal que la vida y el pensamiento que rige, y de los que se dijo: «No vive a causa de su vida personal, no piensa a causa de su pensamiento personal. Se diría que vive sometido a la coacción de una familia... Por esa familia desconocida... no puede ser liberado.» No sabemos cómo se reúne esa familia desconocida, compuesta de personas y animales. Pero está claro que ella es quien lo apremia a mover edades con la escritura. En cumplimiento con el mandato de esta familia hace rodar la bola de sucesos históricos como Sísifo a la piedra. En plena tarea acaece que la parte inferior de esa masa queda expuesta a la luz. Y esta luz no es agradable de ver pero Kafka es capaz de sostener la mirada. «Creer en el progreso no significa creer que ya se ha producido un avance. Eso no sería creer.» El tiempo en que Kafka vive no representa un progreso respecto a los comienzos remotos. Sus novelas tienen lugar en un mundo chato. La criatura se manifiesta allí en una etapa que Bachofen denomina hetérica. Del olvido de esa etapa no se deduce que ya no se imponga en el presente. Todo lo contrario: está presente a causa de ese olvido. Sobre ella incide una experiencia con más alcance y profundidad que la del burgués ordinario. Una de las primeras notas de Kafka dice: «Tengo experiencia y no es en broma cuando digo que es como un mareo marino en tierra firme.» No en balde la primera «observación» se hace desde un columpio. Así es que Kafka se deja mecer, incansablemente, por el vaivén de la naturaleza de las experiencias. Todas dejan paso a otras, o se entremezclan con las vecinas. «El golpe a la puerta» comienza sí: «Era un día caluroso en el verano. Yo volvía a casa con mi hermana, y pasábamos al lado de la puerta de una finca. No sé si golpeó la puerta por travesura, de puro distraída, o si sólo hizo el ademán con el puño sin llegar a golpearla.» La mera posibilidad de que no haya ocurrido más que lo mencionado en último término, sitúa a las otras dos alternativas aparentemente inofensivas, bajo otra luz. Las figuras femeninas de Kafka emergen precisamente de la tierra cenagosa de tales experiencias. Son criaturas de pantano como Leni, la que separa «los dedos mayor y anular» de su mano, «hasta que la fina piel que los une» alcanza «casi la altura de la primer articulación del dedo menor». «"Tiempos hermosos"», dice la ambigua Frieda, rememorando su vida anterior, «"no me has preguntado nunca sobre mi pasado."» Y este pasado nos remite a la profundidad oscura en que se consuma ese emparejamiento «cuya exuberancia sin reglas», para utilizar los términos de Bachofen, «le es odiosa a las potencias inmaculadas de la luz celestial, y que justifica la denominación de Arnobius: luteae voluptates». A partir de este punto se puede apreciar la técnica que Kafka posee como narrador. Cuando los demás personajes novelescos de Kafka tienen algo que decir a K. —aunque sea algo de la mayor importancia o digno de la mayor sorpresa— lo hacen casualmente, como si en realidad éste debiera ya saberlo desde hace mucho. Es como si no hubiera nada nuevo, como si apenas, inadvertida, se le plantease al héroe la exigencia de recordar lo que olvidara. Willy Haas acierta en este contexto, cuando desde su comprensión de la evolución de El Proceso afirma que «el objeto de este proceso, el verdadero héroe de este libro increíble es el olvido... cuyo... principal atributo es de olvidarse a sí mismo... Aquí se ha convertido en personaje mudo encarnado en la figura del acusado, pero aun así es un personaje de inmensa intensidad.» No puede descartarse con ligereza que «este centro recóndito» derive «de la religión judía». «La memoria como religiosidad tiene aquí un papel totalmente misterioso. No es... uno más sino el atributo más profundo, incluso de Jehová, el de pensar que garantiza una memoria infalible "hasta la tercera y cuarta generación, o la centésima"; el acto... más sagrado... del ritual es el borrado de los pecados del Libro de la Memoria.»

Lo olvidado no es nunca algo exclusivamente individual. Este reconocimiento nos permite franquear un nuevo umbral de la obra de Kafka. Cada olvido se incorpora a lo olvidado del mundo precedente, y le acompaña a lo largo de incontables, inciertas y cambiantes relaciones que son origen siempre de nuevos engendros. Y olvido es el recipiente de donde surge el inagotable mundo intermedio de las historias de Kafka. «Para él, sólo la plenitud del mundo vale como única realidad. Todo espíritu tiene que ser una cosa especificable para obtener aquí un lugar y un derecho al ser... En la medida en que lo espiritual cumpla aún algún papel, será bajo guisa de espíritus. Y los espíritus se transforman en individuos completamente individualizados, son nombrados como tales y el nombre está íntimamente ligado al del adorador... Esta plenitud hace desbordar, sin perjuicio, la plenitud del mundo... Despreocupadamente se multiplica la aglomeración de espíritus;... nuevos se suman a los viejos, y todos ellos diferenciados entre sí por sus nombres.» Por supuesto, no se habla de Kafka aquí, sino de China. Así describe Franz Rosenzweig el culto chino de los ancestros en su «Estrella de la Redención». El mundo de sus ancestros fue para Kafka tan trascendental como el de los hechos importantes. Y este mundo, al igual que los árboles totémicos de los primitivos, conduce, descendiendo, hasta los anímales. No sólo para Kafka aparecen los animales como recipientes de olvido. En el profundo «Rubio Eckbert» de Tieck, el nombre olvidado —Strohmian— de un perrito, es la clave de una culpa misteriosa. Por lo tanto, se comprende que Kafka no se cansara jamás de acechar a lo olvidado en los animales. No son nunca un objeto en sí pero nada es posible sin ellos. Recuérdese al «Artista del hambre», que, «estrictamente hablando, no era más que un obstáculo en el camino a los establos.» ¿No vemos acaso cómo cavilan, el animal en la «construcción» o el «topo gigante» mientras cavan? Aun así, en la otra cara de esta manera de pensar existe algo muy incoherente. Hay un vaivén inconcluso que lleva de una preocupación a otra, se degustan todas las angustias en un aleteo atolondrado propio de la desesperación. Por ello en Kafka aparecen también las mariposas; «El cazador Gracchus», cargado de una culpa de la que nada quiere saber, «"se convirtió en mariposa"». «"No se ría", dice el cazador Gracchus.» Pero una cosa es cierta: de entre todas las criaturas de Kafka, los animales son los que más tienden a la reflexión. Para ellos la angustia es a su pensamiento lo que la corrupción es al derecho. Echa a perder lo precedente y es a la vez, lo único esperanzador que hay en él. Y dado que nuestros cuerpos, el propio cuerpo, son la otredad olvidada, se entiende que Kafka llamara «el animal» a la tos que surgía de su interior. El puesto más avanzado de la gran manada.

El bastardo más singular engendrado por el mundo primitivo kafkiano con la culpa, es Odradek. «A primera vista se asemeja a un carrete chato en forma de estrella, y en efecto, parece estar cubierto de hilos retorcidos, aunque no son más que hilachas rotas, viejas y anudadas entre sí, o hilachas retorcidas enredadas de los más dispares tipos y colores. Pero no es meramente un carrete; del centro de la estrella sale atravesado un palito y a él se ajusta otro perpendicularmente. Gracias a este último por un lado, y a uno de los rayos de la estrella por el otro, dicho ensamblaje logra sostenerse erguido como sobre dos patas.» Odradek «suele detenerse, sea en el desván, las escaleras, los pasillos o en el vestíbulo». Es decir, que tiene afición a los mismos lugares que el tribunal que persigue a la culpa. Los suelos son el sitio de los efectos desechados, olvidados. Quizá la obligación de presentarse ante el tribunal evoque una sensación parecida a la que tenemos cuando nos topamos en el piso con un arcón cerrado desde hace años. Con gusto postergaríamos tal eventualidad hasta el fin de los días. Igualmente, K. considera adecuado la utilización de su escrito de defensa «para ser gestionado después de la jubilación del espíritu infantilizado».

Odradek es la forma adoptada por las cosas en el olvido. Están deformadas. Deformada está la «preocupación del padre de familia», de la que nadie sabe en qué consiste; deformado aparece el bicho aunque bien sabemos que representa a Gregor Samsa; deformado el gran animal, medio cordero y medio gatito, para el cual «el cuchillo del carnicero» significaría tal vez «una redención». Pero estos personajes kafkianos están relacionados, junto a una larga serie de figuras, con la imagen primordial de la deformación: la del jorobado. Ningún gesto se repite más a menudo en las narraciones de Kafka que aquel del hombre con la cabeza profundamente inclinada sobre su pecho. Describe la fatiga de los señores del tribunal, el ruido que soporta el portero del hotel, el techo demasiado bajo con que se encuentran los visitantes a la galería. Sin embargo, en «La Colonia Penal», los funcionarios del poder se sirven de una vieja máquina que graba floridas letras de molde sobre las espaldas de los acusados. Las punzadas se multiplican y los ornamentos se extienden hasta que la espalda del acusado se hace vidente, y puede, por sí misma, descifrar la escritura, de modo que sea posible inferir a partir de esas letras, el nombre de la culpa desconocida. Es, por tanto, la espalda la que le sirve de soporte. Asimismo en la persona de Kafka. Por consiguiente encontramos en una temprana nota de su diario: «Para hacerme lo más pesado posible, cosa que considero buena para acogerse al sueño, cruzaba los brazos poniendo las manos sobre los hombros, de tal forma que yacía como un soldado cargado.» Aquí resulta evidente que el estar cargado va a la par del olvido del durmiente. La canción folclórica «El jorobadito» tiene la misma imagen simbólica. Este hombrecillo es el habitante de la vida deformada que desaparecerá cuando llegue el Mesías. De éste, un gran rabino dijo que no cambiará al mundo por la fuerza, sino que sólo hará falta arreglar algunos detalles.»

«Entro en mi cuartillo/ quiero hacer mi camita/ he aquí un jorobadillo/ que se echa a reír.» Es la risa de Odradek, de la que además se dice: «Suena así como el deslizarse sobre hojas caídas.» «Cuando me arrodillo sobre mi banquito/ para rezar un poquitín/ he aquí un jorobadito / que se pone a hablar/ Querido niñito, te lo ruego/ ¡incluye al jorobadito en tu plegaria!» Así termina la canción popular. La profundidad de Kafka toca un fondo que ni el «conocimiento intuitivo metafísico» ni la «teología existencial» le ofrecen. Es el fondo tanto de la nacionalidad alemana como de la judía. Si Kafka no llegó a rezar, cosa que no sabemos, hizo el uso más elevado de esa «plegaria natural del alma» de Malebranche: la atención. En ella incluyó, como los santos en sus plegarias, a todas las criaturas.

Sancho Panza

Se cuenta que en un pueblito jasídico se encontraban los judíos una noche en una fonda miserable, a la salida del Shabat. Eran todos vecinos del pueblo, menos uno que nadie conocía; pobre y andrajoso, masticaba algo en una esquina oscura al fondo. Los temas de conversación iban sucediéndose, hasta que a uno se le ocurrió preguntar a los demás qué elegirían de concedérseles un deseo. Uno pidió dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo banco de carpintero... Todos expresaron sus deseos hasta que no quedó más que el mendigo en su rincón oscuro. Vacilando y a regañadientes aceptó revelarlo también él. «Ojalá fuera un poderoso monarca y reinara sobre un vasto país. Quisiera que de noche, estando dormido en mi palacio, el enemigo irrumpiera en mis tierras y antes del amanecer sus jinetes hayan llegado a las puertas de mi castillo sin encontrar resistencia alguna. De susto me despertaría sin tiempo siquiera para vestirme. En camisón emprendería la fuga a través de montañas, bosques y ríos, noche y día, sin descanso, hasta llegar aquí a este banco en vuestro rincón. Eso es lo que yo desearía.» Los demás se miraron atónitos unos a otros. «¿Pero qué ganarías con ese deseo?», atinó a preguntar uno. «Un camisón», fue la respuesta.

Esta historia nos adentra en las profundidades del gobierno del mundo de Kafka. Nadie afirma que las deformaciones que el Mesías corregirá una vez llegado, sólo correspondan a nuestro espacio. Son ciertamente también las deformaciones de nuestro tiempo. Kafka sin duda pensó en ello. Y a causa de esa certeza hace decir a su abuelo: «La vida es asombrosamente corta. Ahora, en mis recuerdos, todo se conjuga de tal manera que apenas si puedo concebir que un joven decida galopar hasta el pueblo vecino, sin temer que el tiempo requerido para tal empresa, dejando de lado accidentes imprevistos, depase ampliamente la duración ordinaria y feliz de una vida.» El mendigo es un hermano de este viejo, que en «la duración ordinaria y feliz» de su vida no encuentra tiempo siquiera para encontrar un deseo. La fantasía extraordinaria e infeliz de la fuga en la cual inscribe su propia vida, es un deseo superado por haber sido sustituido por su culminación.

Entre las criaturas kafkianas encontramos un género que naturalmente toma en consideración la brevedad de la vida. Proviene de «la ciudad del Sur.... de la que se... dice: "¡Esa es gente! Imaginaos, ¡no duermen!" "¿Y por qué no?" 'Porque no se cansan nunca" ¿Y por qué no?' 'Porque son tontos" "Pero, ¿no se cansan los tontos?' "¡Cómo van a cansarse los tontos!"» Se aprecia que los tontos están emparentados con los incansables asistentes, aunque su género los trasciende. A menudo solía oírse a los asistentes afirmar de los tontos que «"hacen pensar en adultos, o casi en estudiantes"». Y en efecto, los estudiantes, que Kafka hace aparecer en los sitios más increíbles, son los regentes y portavoces de ese género. «'Pero, ¿cuándo duerme usted?', preguntó Karl mirando asombrado al estudiante, "¡Ah, dormir!" respondió éste. "Voy a dormir cuando termine mis estudios."» Esto hace pensar en los niños, con qué pocas ganas se van a la cama. Es que durante el sueño podría suceder algo que les concierne. Una observación reza: «¡No olvides lo mejor! Cosa habitual en multitud de viejas historias, aunque no ocurra en ninguna.» Es que el olvido concierne siempre lo mejor, ya que se refiere a la posibilidad de redención. «"La mera noción de querer ayudarme", exclama irónico el espíritu irónico y desasosegado del cazador Gracchus, "es una enfermedad que obliga a guardar cama."» Los estudiantes velan a causa de sus estudios, y quizá es la mayor virtud de los estudios, el tenerlos en vela. El artista del hambre ayuna, el guardián de la puerta calla y el estudiante se desvela. Así de recónditas son en Kafka las reglas del ascetismo.

El estudio es su corona. Kafka lo recupera con devoción de los ensimismados días de mocedad. «Hace ya años de ello, pero no fue muy diferente cuando él mismo se sentaba junto a la mesa de sus padres para hacer sus deberes, mientras el padre leía el periódico o se ocupaba de hacer entradas contables y de la correspondencia de una asociación, la madre se afanaba en tareas de costura, jalando alto al hilo que salía de la tela. Para no molestar al padre, Karl sólo había colocado el cuaderno y la pluma sobre la mesa. Los libros estaban apilados ordenadamente a sus lados, sobre sillas. ¡Qué silencio había! ¡Qué poco frecuentes las entradas de gente ajena a esa habitación!» Quizá esos estudios fueran una nimiedad. No obstante, estaban muy cerca de esa nada a partir de la cual algo se hace útil, estaban cerca del Tao. Esa es la nada que Kafka persigue: «machacar una mesa con cuidadoso y ordenado oficio y, al hacerlo, no hacer nada, pero no de tal manera que pueda decirse; "el martilleo no significa nada para él", sino más bien "para él el martilleo es un verdadero martilleo y a, la vez una nada". Así, el martilleo se convertiría en más atrevido, más decidido, más real, y si se quiere, más delirante.» Un gesto igualmente decidido y fanático, tienen los estudiantes inmersos en su estudio. No puede ser más singular. Los estudiantes al escribir quedan sin resuello, apenas si son capaces de cazar algo al vuelo. «"A menudo, el funcionario dicta con voz tan baja que el, que toma apuntes no puede oírlo estando sentado; debe incorporarse de un salto para captar lo dictado, dejarse caer fulminantemente en el asiento para anotarlo, volver a saltar y así sucesivamente. ¡Qué extraordinario es esto! Es casi incomprensible» Es posible que se haga más comprensible si volvemos a pensar en los actores del teatro natural. Los actores deben estar atentos para, reaccionar como un relámpago a sus entradas, amén de otras similitudes con los aplicados estudiantes. Para ellos, de hecho «el martilleo es un verdadero martilleo y a la vez una nada», si es, que está contenido en su papel. Y este papel lo estudian. Mal actor sería aquél que de él omitiera una palabra o un gesto. El papel de los miembros del elenco de Oklahoma es, por supuesto, la, vida anterior del actor. De ahí la «naturalidad» de este teatro natural. Sus actores están redimidos, aún no así el estudiante, ese que Karl, mudo, ve de noche desde su balcón leyendo su libro: «volteaba las páginas, a veces cogía otros libros con relampagueante rapidez, consultaba algo y frecuentemente hacía notas en un cuaderno, todo ello inclinando sorprendentemente el rostro sobre la hoja.»

Kafka no se cansa jamás de actualizar de esta manera ese gesto. Sin embargo, la recreación no se hace nunca sin asombro. Con razón se comparó a Kafka con Schweyk; uno se asombra de todo y el otro de nada. Esta era de extrema mutua enajenación de los seres humanos, de relaciones intermediadas hasta el punto, de ser inabarcables, sólo cuenta con la dignidad de la invención, del cine y del gramófono. Pero los experimentos muestran que las personas no reconocen en la película su propia marcha, ni la, propia voz en el gramófono. El estado de estos sujetos experimentales es el estado de Kafka. Y dicho estado lo remite al estudio. Al hacerlo, le permite quizá toparse con fragmentos del propio ser que guarden aún alguna relación con su papel. Podría; así restablecer el gesto perdido de la misma forma que Peteri Sclilemilil busca recuperar su sombra vendida. Se comprende, ¡pero a costa de cuánto esfuerzo! Una tormenta ruge desde el olvido, por consiguiente, el estudio es una cabalgata a contraviento. Así cabalga el mendigo sobre el banco junto a la chimenea al encuentro de su pasado, para hacerse accesible a sí mismo en la figura del rey huido. La vida, demasiado breve para una cabalgata, hace alusión a esta cabalgata que es, sin duda, lo bastante larga como para durar una vida, «... largadas las espuelas porque no había espuelas, abandonadas las riendas que tampoco existían; la tierra ante su vista como una pradera segada, y ya no hay ni cuello ni cabeza de caballo.» Así se consuma la fantasía del jinete bienaventurado que zumba feliz y vacante al encuentro del pasado sin ser una carga para su corcel. Desventurado, empero, el jinete encadenado a su jumento por haberse propuesto una meta futura, aunque no esté más lejos que el vecino depósito de carbón. Y desventurado también su caballo; ambos son desventurados: el cubo y el jinete. «Jinete de cubo, la mano arriba cogiendo el agarradero que es el más simple arnés, bajando trabajosamente las escaleras. Pero una vez abajo, mi cubo se yergue, espléndido, espléndido; camellos tendidos sobre el suelo que se incorporan sacudiéndose a instancias del palo del amo no lo hacen más bonito.» Ninguna región se nos descubre más desesperanzadora que «la región de las Montañas de Hielo», donde el jinete del cubo se pierde para no volver a ser visto. El viento que le es favorable proviene «de los más hondos páramos de la muerte», ese mismo viento que en la obra de Kafka tan frecuentemente sopla desde el mundo antediluviano, y que asimismo impulsa la barca del cazador Graechus. Plutarco dice que «por doquier, tanto entre griegos como entre bárbaros, se enseña con misterios y sacrificios, ... que seguramente existen dos seres primordiales y, correspondientemente, dos fuerzas opuestas; una que guía hacia la derecha para luego conducirnos recto, y otra que desvía y arrastra hacia atrás.» El retorno es la dirección del estudio al transformar presencia en escritura. Su maestro es ese Bucéfalo, el «nuevo abogado», que sin el violento Alejandro —es decir, libre del conquistador que irrumpe hacia adelante— opta por el camino del retorno. «Lee, hojeando nuestros libros antiguos, libre, los costados sin la presión de los muslos del jinete, la lámpara sorda, lejano el fragor de la batalla de Alejandro.» Esta historia fue hace poco objeto de interpretación por parte de Werner Kraft. Una vez terminado de ocuparse el exegeta de cada detalle del texto, observa: «En ningún otro lugar de la literatura se encontrará una crítica tan violenta y contundente del mito en toda su extensión como aquí.» Kafka no requiere la palabra «justicia», según el autor, aunque la crítica del mito se hace precisamente desde la justicia. Pero ya que avanzamos tanto, corremos el riesgo de desencontrarnos con Kafka si nos detenemos aquí. ¿Es, acaso, realmente el derecho lo que se proclamaría, así como así, en nombre de la justicia contra el mito? No. Como estudioso de la ley, Bucéfalo permanece fiel a su origen, aunque no parece practicar el derecho. En esto debe radicar, en un sentido kafkiano, la novedad para Bucéfalo y para el abogado; en no practicar. El derecho que ya no se practica sino que es el portón de la justicia.

Y el portón de la justicia es el estudio. Aun así, Kafka no se atreve a vincular este estudio a la tradición establecida por la Torá. Los asistentes kafkianos son servidores comunitarios que perdieron sus casas de plegaria; sus estudiantes son alumnos que extraviaron la escritura. Nada los retiene ya en su «feliz y vacante viaje». Sin embargo, por lo menos en una ocasión, Kafka atinó a encontrar la ley de los suyos, cuando tuvo la fortuna de igualar su vertiginosa velocidad con un paso épico, ése que buscó durante su vida.

Se lo confió a una anotación que no sólo por ser una interpretación resultó ser la más perfecta.

«Sancho Panza logró, con el correr del tiempo, sin jamás presumir de ello, a lo largo de años, y auxiliado de gran número de novelas de caballería y de bandidos, apartar durante las horas de la tarde y de la noche de su mente a su diablo al que luego bautizó Don Quijote, hasta tal punto que éste, al no encontrar impedimentos, se dedicó a las empresas más locas, que, a falta de un objeto predeterminado que debió ser Sancho Panza, a nadie perjudicaron. Sancho Panza, hombre libre, siguió con indiferencia, quizá por cierto sentimiento de responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, gozando por ello de un gran y útil entretenimiento hasta su propio fin.»

Un tonto serio y un asistente incapaz; Sancho Panza hizo que su jinete se le adelantara. Bucéfalo sobrevivió al suyo. Ser hombre o caballo, eso ya no importa, lo importante es deshacerse de la carga depositada sobre la espalda.

(*) Traducción de Roberto Blatt; Taurus Ed., Madrid 1991
Selección: Vanesa Guerra

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Con-versiones, Noviembre 2004

 

 

 

        

 

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