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Lectura y Literatura

Javier Navarro (*)

 

Considérese lo que continúa como una introducción simple, pero no por ello poco valiosa, a los problemas del leer y el escribir. Los temas aquí tratados son una precisa puntualización que puede guiarnos y llevarnos a otros sitios seguramente más complejos, pero bien vale que tengamos en cuenta la precisión y la simplicidad de lo aquí expuesto, pues se trata de un camino que nos allana consideraciones por venir.

 Sergio Rocchietti

 

***

 

¿Qué es leer? ¿Puede enseñarse la literatura? ¿Cómo? ¿Tiene la epistemología algo que decir con relación a la teoría literaria, o es una mera moda pedante y fastidiosa?

En ninguno de los niveles de la enseñanza nacional se ha reflexionado sobre estos problemas, ni sistemática ni asistemáticamente, ni poco ni mucho, en cambio, sin ninguna racionalización, es decir,
irracionalmente, se da por sentado que la literatura puede enseñarse, que leer es una simple técnica neutral y un oficio fácil y que la literatura es lo mismo que su teoría. He aquí una posición epistemológica ingenua, en otros términos, propia del sentido común y la banalidad.

Si bien los problemas que suscita una teoría de la lectura y de la enseñanza no pueden desligarse de una toma de posición epistemológica, vamos a hablar primero  de esos fenómenos cotidianos: el acto de leer y la enseñanza de la literatura como de experiencias que requieren ser descriptas desde diversos puntos de vista. La empiria, la política, el psicoanálisis, la pedagogía, la lingüística, la semiología, etc., nos permitirán quizás pensar lo impensado, antes de proponer estrategias.

¿Es la lectura de un texto, y específicamente de un texto literario,  una mera técnica más o menos burda, más o menos sofisticada, incluso perfeccionable (técnicas de lectura veloz) como nos lo propone el sentido común y como lo hemos creído los maestros durante muchos años? Indudablemente, para una buena lectura debe existir un buen manejo técnico, entendiendo por tal la habilidad para manipular el material que se presenta a los ojos del lector. Pero esta habilidad no es meramente mecánica, y no se incrementa por la simple repetición. Se puede leer a diario y leer mal durante toda la vida. Es posible que en el momento en que se aprenda a descifrar el alfabeto, se esté comenzando paradójicamente a entorpecer el proceso de lectura y se esté iniciando al niño en todos los vicios propios del lector adulto medio.

Muchos de esos vicios persistentes obedecen a atrofias de la habilidad técnica (lentitud, lectura de palabra por pala­bra, pobreza de vocabulario, incapacidad para comprender, etc.) pero pueden obedecer también a atrofias de la habilidad simbólica. No solo en el sentido literal de incapacidad para entender los símbolos, sino también y, especialmente a la incapacidad manifiesta del sujeto para ubicarse a nivel de sus fantasías inconscientes en un mundo de signos del cual él también forma parte puesto que lo constituye como humano, pues toda la cultura es significante. Esta incapacidad "simbólica" que es además, incapacidad de simbolización no es una deficiencia psicológica individual, sino más bien, una estructura de relación frente al lenguaje, de la cual difícilmente se escapa, y hace que casi todos nosotros nos contentemos con las lecturas más simples, puramente denotativas, salvo en los escasos momentos en que nos queremos convertir en lectores "serios", y aún en este caso, a cambio de la denotación solo encontramos muchas veces la confusión y el aburrimiento.

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En primer lugar, para que la lectura sea provechosa es necesario desacralizarla. A la lectura hay que pensarla en relación con lo que se lee, con la calidad de las obras leídas. La lectura no es algo por sí mismo bueno, ni una actividad santificadora. Puede ser incluso un medio de alienación más, como la televisión o cualquiera de los medios masivos de comunicación. Podemos incluso hablar, matizando el término, de "alienación" en el sentido psicológico y hacer depender la afición desmedida por la lectura de un factor neurótico. La adicción por la lectura, casi siempre indiscriminada y superficial es una dependencia psicológica y, para no ser severos, en el mejor de los casos, la podríamos comparar con una manía clasificatoria o coleccionista, aunque no siempre el comprador de libros es lector consumado. (También el libro, ya no la lectura, es un extraño fetiche: el bibliólata lo compra para verlo, no para leerlo, el bibliófilo para extasiarse ... )

Si no leer en absoluto es un índice de inhibición investigadora, leer demasiado puede serlo de una "obsesión intelectual neurótica", dice S. Freud, en "Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci", hablando más exactamente del destino ulterior del instinto de investigación" (1).
En segundo lugar, es preciso ligar la actividad intelectual que implica  el proceso de leer con el Deseo, con una actividad que no se agote en la repetición, con el goce de descubrir lo misterioso y enigmático. El verdadero deseo de leer "es deseo de violar lo oscuro, deseo de poseer un secreto, de estar en condiciones de ejercer por sí mismo una transformación de lo inerte"(2).

Un deseo de leer que no sea pues un mero deseo obsesivo, una producción intelectual en la que el deseo escapa a la  represión y a la compulsión de repetición (3), en otros términos, la lectura como goce de los sentidos latentes, como reescritura del significante en lo simbólico y por ende como trastorno de la relación imaginaria. El artista, el científico, el filósofo, en su trabajo ejecutan esta transformación constantemente: son productores de sentido, no obsesivos.

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Los amigos de las cosas fáciles, los demagogos más bien que los pedagogos, protestarán ante la supuesta complicación de algo tan fácil como leer. Para ellos con el hábito basta y una vez adquirido éste, el lector se encargará de rellenarse de conocimientos y de placeres mentales. No es cierto. Debemos rechazar la mentira de la lectura fácil. Leer no es asentir, es imaginar. La lectura no debe ser un aburrido hábito, una sosa costumbre ?aquí preferiríamos la palabra vicio, también inadecuada, pero más ligada al goce y a la transgresión? sino más bien una pasión y un juego. De esa manera queremos cuestionar la oposición entre lo fácil y lo difícil.

 

La oposición existe y a nivel ideológico puede ser útil. En la vida diaria hay cosas más fértiles que otras. Caminar un kilómetro es más fácil que caminar veinte. Leer el periódico es más fácil que leer la "Lógica" de Aristóteles. Sin embargo, los dos tipos de "facilidad" no son comparables. En el primero, la dificultad radica en el desgaste de energía física, en la pereza corporal en el cansancio. En el segundo caso, se trata de "complejidad"; pero la lectura del periódico puede también llegar a ser muy compleja si no nos limitamos a un mero deambular denotativo sobre el discurso periodístico. Una lectura semiológica convertiría la prensa diaria en una generadora de mensajes de una complejidad igual o mayor a la de la "Lógica" de Aristóteles. Pero esta misma lectura semiológica puede reducir la dificultad de la lectura del filósofo proporcionando las claves de sus "sentidos".  Así las nociones de "fácil" y "difícil" funcionan en la vida ordinaria con relación a un modelo de "inercia". A mayor gasto de energía y movimiento más dificultad. Todo aquello que patrocina la inercia corporal y mental es denominado fácil. Pero no siempre es más fácil recorrer un kilómetro que veinte. En un partido de fútbol en el que ?el jugador invierte una energía considerable, y en el que recorre muchos kilómetros, consideraría dificilísimo dejar de jugar solo por el hecho de que ya ha recorrido un kilómetro. Con un ciclista y un niño sucedería algo parecido. Hay personas para las cuales la lectura del periódico es un tormento, un derroche Innecesario de tiempo, una aburridora y monótona costumbre, mientras la lectura de un clásico de la filosofía es una pasión inmensa.

Digamos simplemente que nos parece fácil aquello que conocemos y por lo tanto nos inspira confianza y evita un desagradable gasto de energía, física o mental. Lo difícil es aquello que desconocemos; por ende, no se trata de sustancias sino de relaciones, de experiencias con los objetos más que de los objetos mismos. El esperanto, que es una lengua simplificada, es para nosotros, si la desconocemos, una lengua "difícil".

Existen por lo tanto dos factores: la relación con un código, por un lado, y la relación con el afecto, con una pasión, con un deseo. Si faltan los dos todo es difícil, si falta uno de ellos, la dificultad persiste aunque quizás mermada.

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Sugiero para efectos de facilitar lo que expongo que obviemos la oposición fácil-difícil y hablemos mejor de grados de complejidad de los objetos y de las estructuras y grados de participación afectiva en relación con ellos.

Esto nos invita por una parte a pensar en la manera como están hechos los códigos y por la otra, en el "interés" que despierta en el sujeto un código determinado, o, lo que es lo mismo, la cantidad de "libido" que puede dedicarle.

Los códigos más simples están construidos por pares de oposiciones, es decir, por elementos que se contraponen, muy limitados en su número, y por lo tanto en la posibilidad de sus combinaciones previstas y no previstas. La complejidad del código aumenta en la medida en que aumenta el número de elementos y por tanto el número de combinaciones previstas e imprevistas, haciendo que las reglas que delimitan su uso tengan cada vez más precisiones, salvedades y determinaciones. En el juego de cara y sello es casi nula la probabilidad de un imprevisto, pues sus elementos son dos que se excluyen mutuamente. Casi lo mismo sucede con los juegos de dados aunque las posibilidades previstas aumentan considerablernente. En los códigos propiamente dichos como el código de la lengua la posibilidad de combinación es ilimitada y los imprevistos infinitos. Esto hace que la "gramática" o reglas de esas combinaciones sea compleja, y que requiera más tiempo para su comprensión.

La lectura de un texto literario implica el conocimiento de esa compleja gramática de la lengua (en el sentido chomskiano el conocimiento de la gramática es inconsciente), el conocimiento de la "gramática" literaria (en el sentido empleado por Todo­rov cuando habla de la gramática del Decamerón) y el conocimiento de las posibilidades imprevistas en el código de la lengua ordinaria, de las transgresiones de ese código en los niveles fonético, morfosintáctico y semántico. Esto quiere decir que el texto literario  trabaja con códigos (la lengua, la ideología) y  destruye códigos produciendo al mismo tiempo códigos nuevos. Estos últimos están muy lejos de ser simples, de ser interpretables de manera bivalente o de ser reductibles a un sentido.

Son códigos abiertos, códigos que no aceptan la oposición simple, ni la exclusión de un elemento por otro. Son códigos y no son códigos, al mismo tiempo. Es por eso por lo que hay que hablar de Ia lectura como producción y por lo que hay que relacionarla con la escritura. Pensando ésta como reelaboración de otros códigos  y como "interpretación", "lectura" de de otros textos. Solo este trabajo  de escritura puede ser considerado como un trabajo de lectura real, efectiva.

Pero al hablar de escritura, de lectura, de interpretación, de reelaboración de códigos, es necesario hablar de un "sujeto" que interviene en esos procesos. Aquí tomamos la palabra "sujeto" tal y como la puede explicar el psicoanálisis freudiano: el sujeto es un cuerpo cargado libidinalmente escindido en su aparato psíquico por procesos energéticos de distinto orden que se interrelacionan y en los cuales lo que intercambia son siempre significante vale decir, representaciones ligadas a afectos. Conscientes e inconscientes, estas representaciones además de ser ligadas libidinalmente al cuerpo propio, cargan otros cuerpos y otros objetos. La imposibilidad de interesarnos por algo distinto de nosotros mismos, por otro yo, el nulo deseo de saber o de investigar, se relaciona con la imposibilidad objetivizar la libido, con la imposibilidad de transferir energía sexual a obietos del mundo exterior. Esta imposibilidad es insuperable por medios voluntaristas, por una pedagogía de la motivación, porque sería desconocer la economía propia de las pulsiones y del aparato psíquico. Se requeriría toda una transformación del orden simbólico y de las relaciones imaginarias lo que implica un trastorno completo de la "pedagogía" actual y de las condiciones ideológicas concomitantes. Un neurótico gasta excesivamente su energía libidinal en sus formaciones psicopatológicas y es muy poco lo que puede dedicar a la lectura productiva, a la transformación del mundo, al arte. "La investigación ?dice Freud? puede, en primer lugar, compartir la suerte de la sexualidad y entonces queda coartado, a partir de ese momento, el deseo de saber, y limitada la libre actualidad de la inteligencia, quizás para toda la vida, tanto más cuanto que poco tiempo después queda establecida la intensa coerción religiosa del pensamiento. Es éste el tipo de la inhibición neurótica. Comprendemos muy bien que la debilidad intelectual así adquirida favorece considerablemente la aparición de la neurosis"(4).

La estupidez y la falta de interés objetivo no son pues malformaciones congénitas. Por el contrario, la humanidad, y en gran parte por medio de lo gue se ha llamado la "educación" produce algo que es puramente cultural, histórico: la neurosis. Una nueva concepción del aprendizaje debe comenzar por rebatir el mito de la "inteligencia" y el "talento". "En particular, son mecanismos sociales los que determinan si la lengua oral primero, y luego la lengua escrita, son para el niño fuentes de placer propio y por ende de deseo, o si se mantienen como actividades marginales" (5).

No podemos convertir la "inteligencia" y el "talento" en sustancias ni en "capacidades". Son relaciones y, fundamentalmente, relaciones sexuales socializadas aunque la palabra "sexual" (Eros, en el sentido platónico que quería darle Freud) suene tan mal hoy como hace ochenta años.

Leer y escribir conforman una contradictoria unidad pulsional. Hay por supuesto lectores que no escriben en el sentido estricto del término, pero su labor de desciframiento psicológico y de participación afectiva, su sensibilidad para experimentar espiritualmente, su entrega al goce decodificador constituye casi un equivalente de la lectura activa del que escribe.

De lo anterior podemos deducir que entendemos por lectura: un trabajo de,  con, sobre la lengua; un trabajo de "producción de sentidos" ?como se dice actualmente. Por tanto, no consideramos como trabajo de "producción de sentidos" las lecturas escolares obligatorias, la actividad pasiva realizada con gran tesón por el estudiante en vísperas de un examen, la lectura informativa del periódico o la costumbre de leer los bestsellers para conciliar el sueño. Sin embargo, como creemos en el determinismo psíquico tenemos que anotar que en toda lectura hay una "interpretación" inconciente, en otras palabras, hay cierta producción de sentidos. Esta contradicción se resuelve señalando los dos tipos de economía libidinal diferentes que se juegan en los dos tipos de "producción".

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Lo que queremos entender por lectura como trabajo creador es una lectura plural generadora de goce y transformaciones subjetivas e intersubjetivas, modificadora de las relaciones imaginarias, cuestionadora del orden simbólico, para lo cual tiene que pasar necesariamente por una elaboración secundaria completamente dominada. No todos los efectos de este tipo de lectura en la que el trabajo es juego y deseo de manera Indistinta son necesariamente conscientes, puesto que en sentido estricto solo es consciente una muy pequeña parte de nuestra existencia ordinaria.

El otro tipo de lectura que podemos denominar lectura "ingenua" es completamente inconsciente de sus efectos, no sabe que sólo produce aquellos sentidos que ratifican la estructura neurótica del sujeto, que sólo toma los elementos significantes que la compulsión de repetición y el determinismo psíquico utilizan para reprimir al mismo tiempo cualquier otro material "angustiante", "liberado", desequilibrador de la balanza energética del hombre "normal", desarticulador de la supuesta verdad constituida y constituyente.

Lectura ingenua no equivale a lectura "inocente". "Cada uno proyecta en el libro lo que es, lo que el mundo ha hecho de él, lo que el mundo le remite " (6). La pretendida inocencia o neutralidad en la lectura es también "interpretación" solo que como "dislocación de las relaciones intemas de un texto para someterlo a la interpretación de la ideología dominante" (7).

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Hechas estas consideraciones podemos planteamos un problema dificil: ¿puede enseñarse a leer y, específicamente, puede enseñarse a leer la literatura? Por el momento, esta pregunta desplaza un poco esta otra: ¿puede enseñarse la literatura? Mientras no podamos definir el estatuto epistemológico, de la teoría literaria, su objeto propio y sus protocolos de investigación, no podemos hablar de enseñar  em el sentido de "transmitir " un conocimiento científico. Además persiste todavía la ambigüedad cuando se habla de enseñanza de la literatura, puesto que, no se sabe si lo que se pretende "transmitir" es un metalenguaje sobre la literatura (la teoría literaria), o un reconocimiento general, una "experiencia", de las obras literarias (cultura literaria) o, finalmente, un arte, el arte de escribir, de aprehender "los misterios de la creación literaria".

El otro término sobre el que recae nuestra malicia es el de "enseñanza", sobre todo cuando a él se asocia inmediatamente el de "trasmisión". Para decirlo con crudeza a nadie se le puede trasmitir un conocimiento, ni siquiera apelando a la dulzura o a la violencla. La escuela, por ejemplo, al menos tal como la conocemos, no transmite conocimientos sino que impone saberes. La diferencia es grande. Todos los que hemos sido escolarizados sabemos matemáticas, química, biología, etc., pero no tenemos ni el más remoto conocimiento científico de ellas, es decir, no hemos producido ese conocimiento, sino que nos han entregado un saber ya hecho y muchas veces absurdo. No se trata, por supuesto, de que partiendo de cero redescubramos por cuenta propia todas las ciencias. Se trata de participar activamente de los conceptos y procesos discursivos como vivencias propias volcando sobre un saber todo el apetito posible, redescubriendo, con la economía de medios y de tiempo que proporciona la historia, la "aventura" de los científicos, los filósofos o los artistas, de manera personal.

Cuando hablamos de enseñar a leer nos referimos entonces al deseo pedagógico de proporcionarle al estudiante las posibilidades ?muchas veces negadas por el medio en que vive? de descubrir el "placer" de la lectura. Proporcionarle no solamente espacio y comodidad, emulación y estímulos, técnicas de lectura (de dudosa utilidad) sino y fundamentalmente un momento psicológico intra e intersubjetivo, es decir, la oportunidad de descubrir por cuenta propia el goce de la interpretación, de intercambiar, socializándolas, las opiniones y los sentimientos que suscitan los textos, aprender enseñando, leer escriblendo y hablando, producir produciendo. Todo otro intento pedagógico sería restrictivo, represivo y frustratorio. A nadie, creo yo, se le puede exigir que goce, obligarlo a sentir cuando no lo siente, y solo con goce y placer hay producción, lectura, escritura, investigación, aprendizaje.

El propósito de enseñar a leer la literatura se presenta como profundamente conflictivo y paradójico, pues noes la concepción tradicional de enseñar algo al que no sabe nada la que motiva, sino la de facilitar (también en sentido psicoanalítico) a quien ya posee un discurso, el flujo de la significación, el gasto y la transformación de sentidos, la posibilidad de familiarizarse con la lectura plural, con los juegos de palabras y de frases, con los hipo y los hiper?sentidos, con lo significante y con lo insignlficante, con la ironía, el sobreentendido, el silencio reticente, los matices, la repetición obsesiva, la alusión política, el paso de la poesía lírica a la narración, y los tropos inagotables.

La pedagogía de la literatura no puede de ninguna manera separarse de una pedagogía de la lectura que, por otra parte, queda por definir.


(*) Javier Navarro. Profesor en Letras. Universidad del Valle, División de Humanidades, Cali, Colombia Este ensayo constituye la Introducción a una Investigación en curso sobre Epistemología, Lectura y enseñanza de la Literatura.

Referencias:

(1) Freud, Sigmund: Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. Editorial Biblioteca Nueva Tomo V., pág. 1587.

Nota y destacados, S.R.:

[...] "En realidad, parece haber seguido Leonardo esta norma durante toda su vida, sus afectos se hallaban perfectamente domados y sometidos al instinto de investigación. No amaba ni odiaba, sino que se preguntaba cuál era el origen de aquello que había de amar u odiar y cuál su significación, de manera que al principio tenía que parecer indiferente al bien y al mal, a la belleza y la realidad. Durante esta labor de investigación desaparecían los signos precursores del amor o el odio; se transformaban éstos en interés intelectual. No se hallaba Leonardo desprovisto en absoluto de pasiones ni carecía del divino rayo, que mediata o inmediatamente es la fuerza impulsora -il primo motore -de toda actividad humana.

Pero había convertido la pasión en ansia de saber y se entregaba a la investigación con la tenacidad, la continuidad y la profundidad que se derivan de la pasión. Luego, una vez llegado a la cima de la labor intelectual alcanzando el conocimiento, deja libre curso al afecto retenido durante el proceso intelectivo, como se deja volver a un río el agua tomada de él por un canal, después de haber utilizado su energía. Cuando desde la altura de un conocimiento puede abarcar ya su vista un amplio conjunto se entrega al pathos y ensalza con apasionadas palabras la magnificencia de aquel trozo de la creación que ha sometido a minucioso estudio, o dando a su admiración una forma religiosa, a su creador. Solmi ha visto muy acertadamente este proceso de transformación que en Leonardo se desarrolla. Después de citar un párrafo en el que Leonardo alaba la admirable necesidad de la naturaleza («O mirabile necessita...»), dice: «Tale transfigurazione della scienza della natura in emozione, quasi direi , religiosa, é uno dei tratti caratteristii de' manoscritti vinciani e si trova cento volte espressa...»  .

Se ha sobrenombrado a Leonardo, por su anhelo investigador, tan insaciable como infatigable, el Fausto italiano. Pero prescindiendo de todas las consideraciones relativas a la nueva transformación del anhelo de saber en ansia de vivir, transformación que hemos de admitir como premisa de la tragedia de Fausto, queremos arriesgar la observación de que la evolución de Leonardo se acerca grandemente a la ideología de Spinoza. Las transformaciones de la fuerza instintiva psíquica en diversas actividades no son realizables -del mismo modo que las transformaciones de las fuerzas físicas- sin una pérdida. El ejemplo de Leonardo nos advierte cuántas otras cosas hemos de perseguir en estos procesos. El aplazamiento del amor hasta después de haber adquirido el conocimiento se convierte en una sustitución. No se ama ni se odia bien cuando se ha llegado al conocimiento, pues entonces se permanece más allá del amor y del odio, y en lugar de amar no se ha hecho sino investigar. Por esta razón fue, quizá, la vida de Leonardo mucho más pobre en amor que las de otros grandes hombres. Las tormentosas pasiones que elevan y devoran, y a las cuales debieron otros lo mejor de su vida, parecen no haberle combatido jamás.

Pero aún podemos deducir otras consecuencias. Se ha investigado en lugar de obrar y crear. Aquel que ha comenzado a sospechar la magnificencia de la cohesión universal y sus inmutables leyes, pierde fácilmente su propio, pequeñísimo, yo. Sumido en la admiración y poseído de una verdadera humildad, olvida con demasiada facilidad que es por sí mismo una parte de aquellas fuerzas cuya actuación le maravilla y que puede intentar variar, en la medida de sus energías personales, una pequeñísima parte del necesario curso del mundo, de este mundo en el que lo pequeño no es menos maravilloso ni importante que lo grande. Leonardo comenzó, quizá, a investigar, como opina Solmi   impulsado por el deseo de perfeccionar su arte, estudiando las cualidades y leyes de la luz, los colores, las sombras y la perspectiva, con el fin de alcanzar la más alta maestría en la imitación de la Naturaleza y mostrar a los demás el camino que a ella podía conducirlos. Probablemente se formaba ya una idea exagerada del valor de estos conocimientos para el artista. Después, y siguiendo la orientación de las necesidades pictóricas, pasó a la investigación exterior de los objetos de la pintura, los animales, las plantas y las proporciones del cuerpo humano, y luego a la de su estructura interna y sus funciones vitales, elementos que también se expresan en la apariencia y demandan del arte una representación. Por último, tomó en él esta tendencia enorme incremento, y rompiendo los lazos que aún ligaban su actividad investigadora con las aspiraciones de su arte, le llevó a descubrir las leyes generales de la mecánica, a adivinar la historia de las estratificaciones y petrificaciones del valle del Arno y a aquel culminante conocimiento que anotó con grandes letras en sus apuntaciones: «Il sole non si muove.» De este modo extendió sus investigaciones a casi todos los sectores de las Ciencias Naturales, y fue, en cada uno de ellos, un descubridor, o por lo menos, un precursor y un guía. Pero su anhelo de saber permaneció orientado hacia el mundo exterior, como si hubiera algo que le alejase de la investigación de la vida anímica del hombre. En la «Academia Vinciana», para la que dibujó emblemas artísticamente complicados, se concedió un lugar muy pequeño a la Psicología.

Cuando luego intentaba retornar desde la investigación al ejercicio de su arte tropezaba con la perturbación emanada de la nueva orientación de sus intereses y de la distinta naturaleza de la labor psíquica. La obra pictórica no constituía para él sino un problema a resolver, y su pensamiento, habituado a la interminable investigación de la Naturaleza, veía surgir detrás de este primer problema otros nuevos en infinita concatenación, siéndole ya imposible limitar sus aspiraciones, aislar la obra de arte y arrancarla de la amplia totalidad en que las había incluido. El artista se sirvió al principio del investigador como de un precioso auxiliar, pero éste acabó por hacerse más fuerte que su señor y llegó a dominarle. Cuando en el cuadro característico de una persona hallamos un instinto exageradamente desarrollado y dominando a todos los demás, como en Leonardo el ansia de saber, explicamos esta particularidad por una especial disposición individual, cuya condicionalidad, probablemente orgánica, nos es desconocida. Sin embargo, nuestros estudios psicoanalíticos de sujetos neuróticos nos inclinan a sentar dos hipótesis, que esperamos hallar confirmadas en cada caso particular. Creemos muy verosímil que dicho instinto dominante actuó ya en la más temprana infancia del individuo y que su predominio quedó establecido por impresiones de dicha época. Asimismo admitimos que se incorporó como refuerzo energías instintivas originariamente sexuales, llegando a representar así posteriormente una parte de la vida sexual. Un individuo en el que se den estas circunstancias investigará, por ejemplo, con el mismo apasionado ardor que otros ponen en amar, y podrá sustituir así el amor por el estudio. No sólo en el instinto de investigación, sino también en la mayor parte de los demás casos de intensidad particular de un instinto, admitimos una intensificación sexual del mismo.

La observación de la vida cotidiana de los hombres nos muestra que en su mayoría consiguen derivar hacia su actividad profesional una parte muy considerable de sus fuerzas instintivas sexuales. El instinto sexual es particularmente apropiado para suministrar estas aportaciones, pues resulta susceptible de sublimación, esto es, puede sustituir un fin próximo por otros desprovistos de todo carácter sexual y eventualmente más valiosos. Consideramos demostrado este proceso cuando la historia infantil de una persona, esto es, la historia de su desarrollo psíquico, nos muestra que el instinto dominante se hallaba durante su infancia al servicio de intereses sexuales, y vemos una confirmación del mismo cuando en la vida sexual del adulto comprobamos una singular disminución, como si una parte de su actividad sexual hubiera quedado sustituida por la actuación del instinto dominante. La aplicación de esta hipótesis a aquellos casos en los que el instinto dominante es el de investigación parece tropezar con particulares dificultades, dado que no creemos posible al principio atribuir al niño este instinto, ni tampoco grandes intereses sexuales. Del ansia de saber del niño testimonia su incansable preguntar, que tan enigmático parece al adulto mientras no se da cuenta de que todas estas preguntas no son sino rodeos en torno de una cuestión central y que no pueden tener fin porque el niño sustituye con ellas una única interrogación, que, sin embargo, no planteará jamás directamente. Cuando el niño llega a un período más avanzado de la infancia y ha ampliado sus conocimientos, se interrumpe con frecuencia, de repente, esta manifestación del ansia de saber. De todo esto nos proporciona una completa explicación la investigación psicoanalítica mostrándonos que muchos niños, quizá la mayoría, y desde luego los más inteligentes, atraviesan a partir de los tres años un estadio que podríamos calificar de período de la investigación sexual infantil.

El deseo de saber no despierta, que sepamos, espontáneamente en los niños de esta edad, sino que es provocado por la impresión de un suceso importante: el nacimiento de un hermano o el temor a tal posibilidad, considerada por el niño como una amenaza de sus intereses egoístas. La investigación recae sobre el problema del origen de los niños, como si el infantil sujeto buscase el medio de evitar un tal indeseado acontecimiento. Averiguamos así con asombro que el niño rehúsa creer los datos que sobre esta materia le suelen ser proporcionados, por ejemplo, la fábula de la cigüeña, tan significativa mitológicamente, y que este acto de incredulidad inicia su independencia intelectual y a veces su oposición al adulto, al que no perdonará ya nunca su engaño. En adelante investiga por sus propios medios, adivina la residencia del niño en el seno materno, forja teorías sobre el origen de los niños, atribuyéndolo a los alimentos ingeridos por la madre y suponiendo que son paridos por el intestino, y sobre la intervención del padre, tan difícil de fijar para él, y sospecha ya la existencia del coito, que se le muestra como un acto violento y hostil. Pero como su propia constitución sexual no es apta aún para la procreación, su investigación del origen de los niños tiene que fracasar necesariamente y es abandonada con el convencimiento de que nunca conducirá a la solución deseada. La impresión de este fracaso de la primera tentativa de independencia intelectual parece ser muy duradera y deprimente.

Una vez terminado este período de investigación sexual infantil, por un proceso de enérgica represión sexual surgen para los destinos ulteriores del instinto de investigación tres posibilidades diferentes, derivadas de su temprana conexión con intereses sexuales. La investigación puede, en primer lugar, compartir la suerte de la sexualidad, y entonces queda coartado, a partir de este momento, el deseo de saber y limitada la libre actividad de la inteligencia, quizá para toda la vida, tanto más cuanto que poco tiempo después queda establecida por la educación la intensa coerción religiosa del pensamiento. Es éste el tipo de la inhibición neurótica. Comprendemos muy bien que la debilidad intelectual así adquirida favorece considerablemente la aparición de la neurosis. En un segundo tipo, el desarrollo intelectual es suficientemente enérgico para resistir la represión sexual que sobre él actúa. Algún tiempo después del fracaso de la investigación sexual infantil, la inteligencia, robustecida ya, recuerda su anterior conexión y ofrece su ayuda para eludir la represión sexual, y la investigación sexual reprimida retorna desde lo inconsciente en forma de obsesión investigadora, disfrazada y coartada, desde luego, pero lo bastante poderosa para sexualizar el pensamiento mismo y acentuar las operaciones intelectuales con el placer y la angustia de los procesos propiamente sexuales. La investigación se convierte aquí en actividad sexual, con frecuencia la única de este orden, y el sentimiento de la sublimación en ideas y de la claridad intelectual se sustituye a la satisfacción sexual. Pero el imperfecto carácter de la investigación retorna también en la imposibilidad de llegar a conclusión ninguna, y el sentimiento intelectual buscado, o sea el de alcanzar una solución, va alejándose cada vez más.

El tercer tipo, el más perfecto y menos frecuente, elude tanto la inhibición del pensamiento como la obsesión intelectual neurótica, merced a una disposición especial. La represión sexual tiene también efecto en este caso, pero no consigue transferir a lo inconsciente un instinto parcial del deseo sexual. Por el contrario, escapa la libido a la represión, sublimándose desde un principio en ansia de saber e incrementando el instinto de investigación, ya muy intenso de por sí. También aquí llega a hacerse obsesiva en cierto modo la investigación y a constituir un sustitutivo de la actividad sexual; mas por efecto de la completa diferencia de los procesos psíquicos desarrollados (la sublimación en lugar del retorno desde lo inconsciente) faltan el carácter neurótico y la adherencia a los complejos primitivos de la investigación sexual infantil, y el instinto puede actuar libremente al servicio del interés intelectual, atendiendo, sin embargo, simultáneamente a la represión sexual con la evitación de todo tema de este orden. Si examinamos en Leonardo la coincidencia del instinto de investigación dominante con la disminución de su vida sexual, limitada a aquello que conocemos con el nombre de homosexualidad ideal, nos inclinaremos a considerarle como un modelo del tercero de los tipos antes detallados. La circunstancia de que después de la actuación infantil de su deseo de saber al servicio de intereses sexuales consiguiera sublimar la mayor parte de su libido, convirtiéndola en instinto de investigación, constituiría el nódulo y el secreto de su personalidad; pero, naturalmente, no es nada fácil aportar una prueba de esta hipótesis. Para ello necesitaríamos llegar al conocimiento del desarrollo anímico de sus primeros años infantiles, y parece insensata toda esperanza de alcanzar tal conocimiento, pues los datos que sobre Leonardo poseemos son tan escasos como inciertos, y, además, se trata de un período cuyas circunstancias escapan siempre a la observación, aun tratándose de personas de nuestra misma generación". [...]

(2) El poder de leer. Editorial Gedisa, pág, 63.
(3) Freud, Sigmund: op. Cit.
(4) Freud, Sigmund: op. Cit.
(5) El poder de leer. Ed. Gedisa. pág 83.
(6) Ibid. págs. 255?56.
(7) Zuleta, E.: Sobre la lectura. Revista Discusión 2, pág. 48.

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Selección y destacados: S.R.

Con-versiones, noviembre 2007

 

 

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