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¿Qué es un caso?

J. D. Nasio

"Yo mismo me sorprendo al comprobar que mis observaciones de enfermos se leen como novelas y que no llevan, por así decirlo, el sello de la seriedad, propio de los escritos de los hombres de ciencia." S. Freud.

En su acepción más común, la expresión "un caso" designa para el practicante el interés particular que deposita en alguno de sus pacientes. Con gran frecuencia ese interés lo impulsa a compartir su experiencia con sus colegas (supervisión, grupos clínicos, etcétera), pero a veces, tal interés da lugar a una observación escrita que constituye entonces lo que llamamos verdaderamente un caso clínico.

Recordemos, no obstante, que, en el discurso médico, la palabra "caso" adquiere un sentido muy diferente y hasta opuesto al sentido psicoanalítico que le daremos en este libro. Mientras en medicina la idea de un caso remite a un sujeto anónimo representativo de una enfermedad -se dice, por ejemplo, "un caso de listeriosis", para nosotros, en cambio, un caso expresa la singularidad misma del ser que sufre y de la palabra que nos dirige.

Así es como, en psicoanálisis, definimos un caso como el relato de una experiencia singular, escrita por un terapeuta para dar testimonio de su encuentro con un paciente y apoyar una innovación teórica. Ya sea que se trate del informe de una sesión o del desarrollo de una cura, ya sea que constituya la presentación de la vida y de los síntomas del analizando, un caso es siempre un escrito que apunta a ser leído y discutido. Un escrito que, en virtud de su modo narrativo, pone en escena una situación clínica que ilustra una elaboración teórica. Por ello, podemos considerar el caso como el paso de una demostración inteligible a una presentación sensible, como la inmersión de una idea en el flujo móvil de un fragmento de vida y concebirlo, finalmente, como la pintura viva de un pensamiento abstracto.

Las tres funciones de un caso: didáctica, metafórica y heurística

Función didáctica

Precisamente ese carácter escénico y figurativo es lo que le confiere al estudio de caso un indiscutible poder de sugestión y de enseñanza. ¿Por qué? ¿Qué distingue el relato de un caso de otros escritos didácticos? Su particularidad estriba en lo siguiente: el relato de un caso transmite la teoría dirigiéndose a la imaginación y a la emoción del lector. Casi sin darse cuenta, el joven practicante aprende el psicoanálisis de una manera activa y concreta. Leyendo atentamente el caso, imagina que ocupa alternativamente el lugar del terapeuta y el del paciente y experimenta lo que experimentan los protagonistas del encuentro clínico.

Un caso se presenta, pues, como una fantasía en la que uno vuela libremente como una mariposa de un personaje al otro, en el seno de un mundo virtual, exceptuado como está de toda confrontación directa con la realidad. Así, el ejemplo clínico muestra los conceptos y, al mostrarlos, transforma al lector en actor, quien mediante un improvisado juego de roles, se inicia en la práctica y asimila la teoría. Ésta es la función didáctica de un caso: transmitir el psicoanálisis a través de la imagen, más exactamente, a través de la puesta en imágenes de una situación clínica que favorece la empatía del lector y lo introduce sutilmente en el universo abstracto de los conceptos.

Obsérvese que el alcance evocador de esta puesta en imágenes que es el caso se asemeja a la noción aristotélica de catarsis. En su Poética, Aristóteles explica la atracción que ejerce la tragedia en el espectador en virtud del fenómeno de la "purificación (catarsis) de las pasiones". El espectador se libera de la tensión de sus pasiones al ver cómo se representa ante él el espectáculo de su drama íntimo. Ve desarrollarse en el exterior su conflicto interior. El principio del fenómeno catárquico puede resumirse en la siguiente fórmula: lo semejante se trata mediante lo semejante. Las pasiones que agitan en silencio el inconsciente del espectador se apaciguan cuando este último ve desencadenarse en el escenario esas mismas pasiones; la violencia de las pasiones reprimidas queda así exorcizada por la violencia de las pasiones teatralizadas. Gracias a identificaciones imaginarias con los personajes de la tragedia, el espectador participa activamente de la intriga; de espectador pasa a ser actor. Ahora bien, este mismo principio es lo que confiere a la lectura del caso clínico su poder sugestivo. Para nuestro lector, transformado en actor, lo semejante se aprende mediante lo semejante; al leer el informe de las sesiones, imagina que sufre lo que sufre el paciente e interviene como interviene el terapeuta.

Pero aquí surge una pregunta: ¿De qué manera facilita la lectura figurativa el acceso al pensamiento abstracto? ¿Cómo, partiendo de una observación clínica, puede el lector deducir la teoría? Dejando de lado el placer narcisista de leer un caso -verdadero espejo que remite al lector a sí Mismo-, ¿cómo explicar, por ejemplo, que el relato de La pequeña Piggle nos permita comprender tan acabadamente el concepto winnicottiano de "madre lo suficientemente buena". Hemos dicho que el caso -visto en la perspectiva de quien lo redacta- es una puesta en imágenes de un concepto, un paso de lo abstracto a lo concreto, pero ahora queremos saber cómo se da el movimiento inverso. Queremos saber cómo se produce en el espíritu del lector el trayecto que va desde el texto ilustrado al concepto pensado, de la escena a la idea, de lo concreto a lo abstracto.

Nuestra respuesta puede resumirse mediante el siguiente encadenamiento. En un primer momento, y a fin de apoyar una proposición teórica, el terapeuta redacta el informe del desarrollo de una cura, describiendo la vida y los síntomas de su paciente. Luego, el lector aborda ese texto y se identifica con los personajes principales de la historia del sujeto, después generaliza el caso al compararlos con otras situaciones análogas para extraer, por último, el concepto que hasta ahora no aparecía formulado. Sólo entonces, se aparta de la escena clínica y, guiado por el concepto emergente, barre su espacio mental poblado por otros conceptos conocidos y otras experiencias vividas.

En suma, cuando nuestro lector da vuelta la última página de ese célebre diario de cura que es La pequeña Piggle, comprende que uno de los ejes del libro es la noción de "madre lo suficientemente buena". Comprende que la "madre lo suficientemente buena" es la madre simbólica, es decir, la "doble" psíquica de la persona real de la madre, una representación mental que la niña puede maltratar y agredir sin destruirla ni destruirse a sí misma. Por lo tanto, al lector sólo le resta dar un último paso: extender el concepto de "madre lo suficientemente buena" al terreno más general de la relación transferencial entre paciente y analista. Teniendo presente esta noción y observando cómo concluye el análisis de Piggle, nuestro lector sabe ya que, según los principios winnicottianos, la meta última de la acción del psicoanalista en procura de la cura es crear en el analizando la certeza de que ha podido amar y agredir a su terapeuta de manera simbólica, es decir, sin haberlo poseído ni destruido realmente. Partiendo de la experiencia concreta de la pequeña Piggle los lectores tenemos acceso al concepto de"madre lo suficientemente buena" y, desde ese trampolín, podemos saltar hacia un nuevo concepto más amplio que llamaré, parafraseando a Winnicott, analista lo suficientemente simbolizable. Lo suficientemente simbolizable para sobrevivir, en su condición de representación psíquica, a las proyecciones pulsionales del analizando; un analista que haya obrado en la realidad de la cura de manera lo suficientemente pertinente para imprimir en la psique del paciente la figura simbólica de un terapeuta inalterable, condición esencial para que el analizando termine su análisis sin culpa respecto de aquel que se sometió a la influencia de la transferencia.

En suma, el valor didáctico de un caso estriba en el poder irresistible que tiene una historia clínica de atrapar al ser imaginario del lector y de llevarlo sutilmente, casi sin que éste lo advierta, a descubrir un concepto y a elaborar otros.

Dramatizar el concepto

Sin embargo, debo precisar aquí -siempre refiriéndome a la función didáctica del caso- que existe otro modo de poner en escena un concepto sin tener que recurrir por ello al testimonio de un caso clínico. ¿Cómo? Ya no se trata de una ilustración en la que el concepto "obra" dentro de una escena humana, sino de ver cómo el concepto mismo se hace humano, cobra vida, se trata de antropomorfizarlo, de hacerlo hablar y actuar como hablaría y actuaría un ser que quiere hacerse entender. Así ocurre que, movido por mi pensamiento visual, me pongo a expresar con gestos las nociones más abstractas y formales. Cuando debo enseñar en un marco restringido como el de mi seminario cerrado, a veces siento el impulso de expresar la significación de una noción mediante, además, mímicas y entonaciones. Pero, fuera de esas situaciones particulares, cuando debo exponer por escrito una entidad formal, me esfuerzo por presentar sus articulaciones sinuosas y con frecuencia complicadas, a la manera de un director de teatro que convirtiera un concepto teórico en el personaje central de una intriga que se anuda, culmina y llega al desenlace; un director que procura crear en su espectador una tensión tan sobrecogedora como el suspenso de un drama.

Tomemos el ejemplo del concepto de complejo de Edipo en el niño. Cuando, recientemente, tuve que presentarlo, quise que el estilo de mi exposición concordara lo más posible con el movimiento psíquico que designa. Puesto que el Edipo es ante todo la superación de una prueba, el paso brusco de un estado a otro, era menester que mi formulación reflejara la misma tensión que anticipa el salto, la misma emoción del tránsito y la misma relajación que sigue a la crisis. ¿Cómo enunciar, pues, el concepto sin dejar de ser fiel a un proceso tan móvil y fluido? Se me ocurrió forjar un artificio de exposición que da voz al inconsciente del niño edípico. Al hablar en primera persona, el inconsciente del niño nos relataría las peripecias de su crisis edípica. Esto es lo que nos confiaría:

"Yo, el inconsciente hablo: siento excitaciones penianas

--> Tengo el falo y me creo omnipotente --> A veces deseo

poseer a mis padres y ser poseído por ellos y suprimir a mi

padre --> Siento placer fantaseando --> Mi padre amenaza

castigarme castrándome --- > Veo la ausencia del pene-falo en

una niña y en mi madre ---> Me angustio --> Dejo de desear a

mis padres y salvo mi pene --- > Supero así la angustia -->

Olvido todo: deseo, fantasía y angustia -> Me separo sexual-

mente de mis padres y hago mía la moral de ellos --> Comien-

zo a comprender que mi padre es un hombre y mi madre una

mujer y a advertir, poco a poco que yo también pertenezco al

linaje de los hombres [...]"

 

Esas son las emociones sucesivas que marcan el movimiento dramático de la fantasía edípica masculina. Cada frase enunciada en primera persona contiene una vasta red de conceptos que el lector no necesariamente discierne, pero que, no obstante, asimila. Sólo lee los "yo siento", "deseo", "me angustio" u "me olvido", con los cuales se identifica y, al hacerlo, integra espontáneamente entidades abstractas.

En una palabra, dramatizar un concepto significa personificarlo y hacerle representar su papel en una unidad de lugar, de tiempo y de acción a fin de atraer al lector y llevarlo al corazón de la teoría.

Función metafórica

Retornemos ahora al caso clínico y a su valor metafórico. Es frecuente -y pienso aquí sobre todo en los célebres casos del psicoanálisis- que la observación clínica y el concepto del que constituye la ilustración estén tan íntimamente imbricados que la observación sustituya el concepto y se transforme en su metáfora. El hecho de que los analistas hayan recurrido repetidamente a algunos grandes casos, siempre los mismos, para ejemplificar un concepto dado, ha provocado, con el transcurso de los años, un desplazamiento de significación. El sentido primero de una idea se ha transformado poco a poco en el sentido mismo de su ejemplo; y esto es hasta tal punto así que la sola mención del nombre propio del caso (Joey, las hermanas Papin, Dominique, etcétera) basta para hacer surgir instantáneamente la significación conceptual. También el ejemplo llega a ser un concepto.

Cuando estudiamos la psicosis en términos abstractos, solemos evocar espontáneamente tal episodio de la historia del delirante presidente Schreber y, al evocarlo, estamos teorizando sin saber que lo hacemos. Pienso aquí en el momento preciso en que estalla el delirio paranoico del célebre presidente. Ésta es la escena: todavía en una duermevela, después de una noche de sueños, Schreber imagina que sería muy agradable ser una mujer en el momento del coito. Ya esta sola evocación hace que se presente la hipótesis freudiana que equipara la paranoia masculina con la expresión mórbida de una fantasía infantil e inconsciente de contenido homosexual: la de ser poseído sexualmente por el padre y gozar de esa posesión. En su ensoñación erótica, Schreber es una mujer embriagada por la voluptuosidad de la penetración, pero en su fantasía subyacente es en verdad un niño que goza al librarse al deseo sexual de su padre. Además, que un psicoanalista evoque ese clisé, este episodio decisivo de la dolencia de nuestro presidente paranoico, equivale a afirmar una de las principales proposiciones que explican el origen de la paranoia: el amor inconsciente por el padre ha sido proyectado hacia afuera en la persona de un hombre acosador a quien uno odia y teme. La causa de la paranoia es la reactivación aguda de una fantasía homosexual edípica. Bien se ve que el concepto de proyección paranoica se desvanece ante el ejemplo que llega a ocupar su lugar.

Hasta puede ocurrir que el caso-metáfora se estudie, comente y retome tan incansablemente en la comunidad de los terapeutas que adquiera un valor emblemático y hasta fetiche. ¿Qué son Schreber, Dora y Hans sino historias consagradas por la tradición psicoanalítica como los arquetipos de la psicosis, de la histeria y de la fobia?

¿Hace falta agregar que las numerosas observaciones clínicas que pueblan la teoría analítica recuerdan la imposibilidad del pensamiento conceptual de expresar lo verdadero de la experiencia recurriendo sólo al razonamiento formal?

Función heurística

Sucede además que el caso excede su rol de ilustración y de metáfora emblemática para llegar a ser en sí mismo generador de conceptos. Esto es lo que yo llamo "la función heurística de un caso". La fecundidad demostrativa de un ejemplo clínico es a veces tan fructífera que vemos proliferar nuevas hipótesis que enriquecen y consolidan la trama de la teoría. Para retomar la figura del presidente Schreber, señalemos que, gracias a las sorprendentes Memorias de un neurópata comentadas por Freud, Lacan pudo concebir por primera vez la noción de significante del "nombre del padre" y la noción correlativa de forclusión, conceptos que, desde entonces, renovaron la comprensión del fenómeno psicótico. Para completar esta referencia, recordemos el papel que desempeñó el célebre caso del hombre de los lobos (episodio de la alucinación del dedo cortado) en el nacimiento del concepto lacaniano de forclusión.

Un caso es una ficción

Pero, que un caso tenga una función didáctica -por ser un ejemplo que respalda una tesis-, una función metafórica -porque es la metáfora de un concepto- y hasta una función heurística, como destello que está en el origen de un nuevo saber, no impide que el informe de un encuentro clínico nunca sea el reflejo fiel de un hecho concreto y que sea en cambio su reconstitución ficticia. El ejemplo nunca es un acontecimiento puro; siempre es una historia modificada.

Un caso se define, pues, como el relato hecho por un practicante cuando reconstruye el recuerdo de una experiencia terapéutica destacada. Tal reconstrucción sólo puede ser una ficción, puesto que el analista recuerda el encuentro con el analizando a través del filtro de su vivencia como terapeuta, lo reajusta de acuerdo con la teoría que quiere validar y, no olvidemos este punto, lo redacta siguiendo las leyes restringidas de la escritura. El analista participa de la experiencia misma con su deseo, luego la recupera de su recuerdo, la piensa mediante su teoría y la escribe en el lenguaje común. Bien se ve hasta qué punto todos esos planos sucesivos deforman el hecho real que termina por transformarse en otro.

Es así como el caso clínico resulta siempre de una diferencia inevitable entre lo real de donde surgió y el relato en el cual cobra forma. De una experiencia verdadera, extraemos una ficción y, a través de esta ficción, inducimos en el lector efectos reales. Partiendo de lo real creamos la ficción y, con la ficción, recreamos lo real.

La gestación de un caso clínico: el rol del esquema del análisis

Pero, ¿cómo llega un psicoanalista a dar vida a un caso? ¿Qué lo impulsa a escribir? En su oscilación permanente entre práctica y teoría, deben cumplirse dos condiciones mínimas para que el analista pueda transformar una experiencia singular en un documento destinado a sus colegas.

Ante todo, el practicante estará tanto más abierto y será tanto más sensible al encuentro clínico, cuanto mayor sea su capacidad de sorpresa, y ésta será tanto mayor cuanto más formado esté el analista en la teoría. Frescura y rigor, innovación y saber son las primeras cualidades de un clínico receptivo al suceso transferencial que lo impulsa a escribir.

La otra condición mínima para producir un caso es comprometerse en la escucha del paciente teniendo siempre presente, en un nivel preconsciente, lo que yo llamo el esquema del análisis, es decir, un conjunto de hipótesis que definen la problemática principal de un paciente dado. Este esquema, resultado de una madura reflexión del analista sobre los conflictos pulsionales del paciente, personaliza la escucha de cada analizando. Evidentemente, no escucho a Sarah, joven anoréxica, con el mismo enfoque conceptual -aunque sea muy flexible- con que escucho a Diana, que también es anoréxica, ni con el que escucho a Julien, que sufre de agorafobia. Para cada uno de estos pacientes, la inteligencia preconsciente de mi escucha es indiscutiblemente diferente, puesto que, a partir de la teoría psicoanalítica general, opero una reconstrucción de las principales fantasías subyacentes bajo los síntomas propios del analizando.

Pero, ¿por qué hablo aquí de un esquema del análisis? ¿Qué función cumple en la escritura de un caso clínico? En realidad, es una función determinante porque ese esquema, esta construcción, por intelectual que sea, continúa siendo indispensable para que, en el momento más vivo de la escucha, justo antes de interpretarla, el analista pueda representarse la fantasía del inconsciente del paciente. Ahora bien, ese momento, favorecido por la existencia previa del esquema conceptual, puede resultar tan conmovedor que incite al practicante a escribir.

Expliquemos esto un poco más. Me presento a la escucha de mi paciente teniendo en un segundo plano, casi olvidado -pero siempre dispuesto a presentarse en mi espíritu- el esquema dinámico de sus conflictos pulsionales, más exactamente, el esbozo de sus fantasías dominantes. Pero, y esto es lo esencial, ese esquema, elaborado en mí desde la primera entrevista y luego olvidado, parece sufrir una fermentación psíquica que lo lleva a convertirse, en el transcurso de la escucha, en una serie de imágenes que se imponen a mi espíritu. Las fantasías reconstruidas intelectualmente se transforman en un momento dado en fantasías imaginadas, casi alucinadas, en el espíritu del terapeuta. Dicho de otro modo, el esquema del análisis, madurado largamente, llega a convertirse, en el instante de la escucha en una escena impresa de gran nitidez.

Además, el psicoanalista debe comenzar por preguntarse cuáles son las fantasías dominantes de su paciente y, una vez establecida su elaboración, ya no pensar en ella esperando que se precipite en una escena imaginada. La consigna que le transmitiría yo al psicoanalista sería, pues: "Reconstruya las fantasías primordiales, olvide la reconstrucción y déjela actuar en usted hasta que -gracias a una manifestación del paciente- se transforme en imágenes animadas".

Por supuesto, la aparición de esas imágenes en el espíritu del terapeuta depende ante todo de la fuerza de las proyecciones transferenciales del analizando. Si bien es cierto que el esquema del análisis se forjó gracias al saber consciente del analista, también es cierto que la aparición de la escena imaginada sólo es posible gracias al inconsciente del psicoanalista. Para elaborar su esquema, el practicante se sirvió de su saber consciente; en tanto que para visualizar la escena, se sirve de su inconsciente, entendido como instrumento perceptivo; más exactamente, utiliza su inconsciente como una placa sensible expuesta a las proyecciones inconscientes del analizando. En resumidas cuentas: la fantasía imaginada es la aparición en el espíritu del analista de lo reprimido del paciente.

Ahora bien, la significación de la fantasía imaginada, y con esto me refiero a la lógica de la escena fantasmática, está regida por la elaboración conceptual del esquema del análisis, esquema que funciona a semejanza de una "microteoría" que dicta el guión de la escena percibida. Por consiguiente se comprende por qué razón nuestro esquema permite al psicoanalista representarse adecuadamente la fantasía, es decir, ver emerger en él una fantasia que expresa verdaderamente la transferencia de su analizando y no una ilusión personal.

En suma, ese esquema no es ni un resumen de los principios generales del psicoanálisis, ni la puesta en imágenes propiamente dicha que se me impone en el momento de la interpretación. Ni teoría general, ni fantasía visualizada, sino una elaboración conceptual ajustada a cada paciente en particular que, una vez olvidada, se convierte en una escena imaginada. En este sentido, definiremos la interpretación psicoanalítica como la representación en palabras, hecha por el analista, de la escena imaginada tal como se dibuja en su espíritu. Interpretación que, según las circunstancias, el terapeuta comunicará al paciente o, por el contrario, guardará para sí.

Quisiera dar aquí un ejemplo, tomado de mi propia práctica, que muestra el paso del esquema a la imagen. Pienso en Antoine, un hombre de 40 años que me consulta a causa de su impotencia sexual. Después de algunas sesiones, me entero de que, cuando era niño, recibía frecuentes castigos corporales de su padre, un hombre violento que también aterrorizaba a su mujer. Como hago con la mayor parte de mis pacientes, progresivamente logro elaborar un esquema conceptual que orienta la escucha. Construyo, pues, la fantasía que supuestamente explicaría la impotencia de Antoine. Partiendo de una hipótesis con la que estoy familiarizado, a saber, que siempre debemos buscar la causa del sufrimiento neurótico en la relación edípica con el padre del mismo sexo, (esta observación es particularmente válida en el caso del hombre; recordemos que la angustia de castración más intensa que puede experimentar un hombre es el temor a sufrir una agresión homosexual, en el hombre, el atentado contra su identidad viril es la fuente de la mayor resistencia y también del mayor temor) -me dije- y éste es el esquema del análisis que en su inconsciente nuestro analizando había tomado, en relación con su padre, el lugar de la madre. Se había, pues, identificado con una mujer golpeada que sufre la brutalidad de un hombre. De modo que para él la virilidad sería sinónimo de violencia, y la femineidad, sinónimo de sufrimiento.

Esta secuencia fantasmática, que construí sesión tras sesión según diferentes variantes, es, en mi opinión, la escena inconsciente y patógena que indujo la impotencia. En realidad Antoine es impotente porque, dominado por su fantasía, se prohibe penetrar a una mujer por temor a hacerle daño o a hacerle daño a su propia madre. Como está identificado con su madre, cree sentir el dolor que sentiría una mujer cuando es penetrada. Le basta con acariciar el cuerpo de una mujer deseada para que, inmediatamente, sin darse cuenta, se inhiba sexualmente.

Ahora bien, un día, durante una sesión difícil, teniendo en mi espíritu todas estas ideas en estado latente, fui sorprendido por el llanto súbito del paciente. Tuve hasta tal punto la impresión de oír los sollozos de una mujer que inmediatamente se me apareció el rostro desconsolado de una madre que gemía en lo más profundo de Antoine. Esta imagen, que se me impuso en un momento crucial de la sesión se vio reforzada por otra, igualmente singular y sobrecogedora cuando, al acompañar al analizando hasta la puerta, advierto lo alto y corpulento que es. Me siento invadido entonces por una percepción nueva que representa a un niño de 7 años, muy delgado, que se encuentra de pie, aplastado entre el cuerpo macizo de un padre amenazador y el esmirriado de una madre desecha en lágrimas.

¿Qué sucedió? Ciertamente un suceso ante todo transferencial, puesto que esas imágenes surgidas en mi espíritu son la expresión fantasmática de lo reprimido inconsciente del paciente. Y digo bien "del paciente", pues, yo dejé elevarse al plano consciente mi percepción inconsciente del inconsciente del paciente. Mi inconsciente funcionó en este caso como un instrumento de percepción. Pero semejante suceso transferencial no habría podido darse sin el proceso previo de mis reflexiones teóricas que afinaron la sensibilidad de mi inconsciente y legitimaron la secuencia de las escenas percibidas. Esa relación ajustada y fluida entre teoría e inconsciente del psicoanalista es lo que yo fórmalizo diciendo: la fantasía primordial del paciente -reconstruida intelectualmente por el analista- llega a ser en el aquí y el ahora de la sesión y gracias a un incidente transferencial, una fantasía percibida.

¿Qué conclusión podemos sacar? Teórico sólido capaz de sorprenderse y clínico sutil dotado de un esquema del análisis: éstas son las aptitudes que debe reunir el psicoanalista para poder participar de un encuentro clínico apasionante que suscite el deseo de transcribirlo.

En suma, ¿por qué se escribe un caso? Ante todo, por necesidad, la irresistible necesidad de escribir para aligerar la intensidad de una escucha que se vuelve mirada. Luego, por deseo, el deseo de dar testimonio de la vivacidad de nuestra actividad analítica. Y, por último, uno escribe además impulsado por la seguridad de pertenecer a la comunidad psicoanalítica, nacida de la formalización de una primera experiencia, la de Freud, y consolidada desde hace un siglo por innumerables escritos nacidos de la práctica de varias generaciones de psicoanalistas.

La confidencialidad

No podríamos cerrar este capítulo sin considerar, aunque sólo sea brevemente, un problema mayor, el de la confidencialidad en lo que atañe a la identidad del paciente que está en el origen del escrito clínico. Hay dos reglas intangibles que el psicoanalista autor de un "caso" debe respetar rigurosamente. En primer lugar, es indispensable enmascarar todos los datos y los detalles que permitan identificar a la persona del analizando. En segundo lugar, en mi opinión, es igualmente indispensable hacerle leer el documento al paciente objeto del estudio y solicitarle su aprobación para una eventual comunicación y hasta publicación. A fin de no perturbar el curso normal de la cura y de poder redactar el informe partiendo del conjunto de los materiales, es preferible plantearle esta cuestión al paciente una vez terminado el análisis.

La estricta observancia de estas reglas éticas es una condición necesaria para que casos clínicos ricos en enseñanzas continúen favoreciendo la transmisión viva del psicoanálisis.

Texto extraído de "Los más famosos casos de psicosis", Varios, bajo la dirección de J-D. Nasio, Págs. 15/30, editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2001.

Selección y destacados: S.R.

Con-versiones diciembre 2003

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