Meditaciones Orgánicas de Cristina Piña (*)
Mercedes Araujo
La lectura de Meditaciones Orgánicas proporciona una experiencia lírica muy profunda: la experiencia de la desarticulación, del desencaje. La desarticulación es aquí tanto el motor de la búsqueda como la sustancia de los poemas.
Se trata de un libro nacido en el desajuste, en el momento en el que cuerpo y el espíritu se desarticulan, músculos y huesos se rompen, es una experiencia del trauma y también de la mutación, de la cura.
Los poemas se inscriben, desde el inicio, en una zona donde lo evocado se ha roto y el yo se instala en el espacio abierto, el vacío instaurado entre el recuerdo y el olvido, entre la pulsión y su desvío, el cuerpo y el espíritu, la vida y la muerte.
La redención posible en la pertenencia al paisaje y la comunión con las especies o su imposibilidad, la felicidad y el dolor, cada uno de estos estados sumidos o tensados uno en la fuerza del otro, se hacen presentes en el libro, de la mano de un yo que deambula entre los quiebres de la memoria, del lenguaje, del cuerpo, sus dolencias y los efectos del decir.
A su vez el quiebre es la materia, la estructura ósea del poema, ya que cada uno de ellos abre una rendija, de expectativa, de posibilidad, de proyección en ese vacío que en tanto tal, nos permitirá inmiscuirnos en la región de lo secreto, allí donde se lucha tanto con la muerte, como con la vida y con el sinsentido de ambos.
Desde los primeros poemas del libro el sujeto poético se configura como una suerte de entidad abandonada por el cuerpo en el que vive.
Allí en esa primera desarticulación sufrida por el ser que ha perdido el registro de su soporte corpóreo es que nace este libro.
Desazón, es el título del primer capítulo y Cuerpo en desazón del poema que inicia la experiencia poética de estas Meditaciones Orgánicas.
Y esta desazón, es el fruto de la indagación dolorosa en la ruptura, se rompe con la certeza, con el principio de certeza –deseada, tranquilizadora, pero imposible- y desde allí se va a dar cuenta de ese proceso de la dislocación entre la idea y la cosa, entre la abstracción y el objeto, la ilusión y la realidad.
La desazón del cuerpo ante la constatación del no. No hay cuerpo en su lugar, no hay protección posible para el cuerpo, no hay bordes, no hay lugar y finalmente no hay cuerpo. El yo poético emprende así su pesquisa sobre las posibilidades –dolientes- de tal negación de la materia, en tanto cuerpo, en tanto escritura.
Cuerpo en Desazón
No hay cuerpo/que se encuentre en su lugar,/ no hay una piel/que rodee protectora y segura,/ su perfil,/ no hay bordes ni límites precisos,/ No hay lugar/ No hay espacio/donde quepa el cuerpo/No hay perfil/que delimite el aire/no hay fronteras para la piel./ No hay cuerpo,/ ni perfil del cuerpo/ ni piel que lo defina/ No hay donde caber.
Luego de estas negaciones, que poseen una contundencia feroz, vienen los poemas de la imprudencia.
Ante la evidencia de lo negado (no hay cuerpo, no hay lugar, no hay certeza, ni palabra posible), ante el dolor que la negación provoca, parece prudente intentar algún daño, como última forma de constatación, sobre aquello que nos tranquiliza, paradójicamente, la misma palabra, el cuerpo mismo.
La aniquilación y la reparación tienen por objeto a los mismos sujetos, el jardín, las especies, el universo. La aniquilación es contradicha en la posibilidad sanadora de la enunciación de las palabras mágicas: azucena, tilos, ramas. Decir: no habrá venganza por las rosas (destrozadas), los tilos y las ramas tendrán su duelo pero será silencioso, y si el sosiego vuelve, quizás el jardín cantará, me restaurará.
La incapacidad de conectar de forma más cierta con la materialidad no es un descubrimiento sencillo ni amable.
Sin embargo, aún perdida toda certeza es a través de la evocación, que la reparación, como agua dulce, puede brotar allanando la furia y la angustia y permitir al yo dislocado reconocerse otra vez, pero distinto, ahora en una materia de la palabra y del cuerpo, siempre fallida, elusiva y cambiante.
Y allí están los poemas de los Desajustes, en donde, se ha desencajado el tiempo, las palabras son inasibles, los textos desquiciados. Palabras ajenas de tan desconocidas y que sin embargo salieron de su mano. Tal vez, la ilusión de un comienzo/ de un ciclo que se inicia,/ la consiga salvar.
Abandonar toda certeza es doloroso y no exento de frustración, sin embargo es el camino elegido por este yo, que desde ese punto de partida estará en condiciones de vislumbrar que todas las cosas, pasadas, presentes y futuras, habrán de considerarse ya no verdaderas sino mínimos destellos. La serie Ventanas nos habla de esas iluminaciones que surgen de la realidad cuando esta es aceptada en su precariedad y el yo, como una cierta y particular ordenación sobre estados diversos de la percepción. Si lo que hay o es, no existe, lo que parece que existe o la posibilidad de decirlo, también puede ser desbaratada.
En este camino del dislocamiento no sólo se pierde la certeza de lo que es, sino también de aquello que parece y que también presenta su naturaleza desvaneciente: el reparo ante esa perplejidad que el disloque produce estará como posibilidad y nunca como certeza, en el lenguaje.
Como fruto de esos procedimientos, es que los poemas de la zona Cartas a una amiga, ocurren, en la búsqueda del abandono del yo en el paisaje, en esas fuerzas de la naturaleza, en el descubrimiento del ser muy diferente del hacer, de un yo lírico que persigue con lucidez y mínima expectativa alguna instancia de revelación, según la cual la realidad (tiempo y espacio) que no es, es revelada ya no en la mirada significante sino en la percepción.
En este libro, el yo parece reconocer que el lenguaje, siempre ferozmente ambiguo, escurridizo, si es que existe, procede, pues, de la naturaleza. De esta forma es el lenguaje, articulado en el cuerpo, el que permite la recuperación del sí mismo negado al mismo tiempo que da la posibilidad de negar. Es el lenguaje, que permite desencajar y el que habilita una materia, un cuerpo y un decir, posibles aunque difusos.
Con esa cierta predisposición del espíritu será posible acercarse a los registros de la memoria de sí y los bellísimos poemas de Cartas a la amiga, iniciarán un diálogo en el que se va dando cuenta de pequeñas iluminaciones o destellos, precariamente, con la escritura y con la incerteza, desde una zona del espíritu que con esa sabiduría natural, se abre a lo instantáneo, a esos estados inmateriales, surgidos desde la percepción liviana, destinada a perderse en la zona de las impresiones del alma y a convertirse en poesía.
La percepción es inestable, no se escribe, se inscribe, para luego volver a mudar. Hay dudas, hay sombras, hay algo semejante al dolor y unas mínimas respuestas siempre sujetas a la posibilidad, al tal vez.
Es la incertidumbre del dislocamiento, es la falta del cuerpo que me contiene, y es la palabra elusiva y cambiante, la que me configura, la que me permite mutar y recrearme, me libera.
Todo el libro está atravesado por esta búsqueda y la poesía es la herramienta que nos permitirá organizar el vacío, campear el abismo entro lo pretendido real y el significante, entre el acto y el lenguaje, la soledad y la compañía material o inmaterial de los otros.
Algo queda, algo puede ocurrir, si uno se vuelve leve: la mutación, pero la mutación también sujeta a la incerteza y sometida al desencaje, a la ruptura de la voluntad, del conocimiento, de cualquier pretendida seguridad. Para mutar hay que acercarse al abismo. A la inmensidad, a lo innombrable. Eso parece decirnos la autora que vislumbra el límite de lo decible en su proceso de mutación y reflexiona: /No hay cuerpo/ ni palabras en el cuerpo/ ni posición que consuele: una larga desazón/en el camino del instinto/pasando de ave a gato/o paloma torcaz, de perro fiel a oropéndola impensada/ No hay que decir/ ni qué hacer con las palabras/ no hay qué hacer ni qué decir con el cuerpo/ a pan y agua hasta la próxima mutación.
En los poemas de los Duelos, el matiz de la búsqueda cambia, la duda prosigue, pero se interna en los procesos de la memoria, y en ciertos lugares y personas que la habitan.
Hay en estos poemas un dolor, que es también una incomodidad ante la desaparición física de ciertos sujetos que aun sin su corporeidad continúan vivos en la experiencia de la percepción. Se transita aquí, una zona de silencio, una palabra que dice pero que al mismo tiempo silencia.
En la última parte del libro entramos, como al principio, en una zona de trauma, esta vez, físico.
Los poemas van a dar cuenta de un doloroso proceso de regeneración del cuerpo del sujeto poético. Habrá que gritar el dolor, hacerlo lenguaje, intentar eliminar de raíz los males con que carga para luego esperar que la experiencia compartida, hecha materia y hecha lenguaje- del dolor humano ofrezca nuevas posibilidades a ese cuerpo atravesado, roto. Hay una gran violencia poética en estas imágenes del dolor, pero también hay un nuevo conocimiento, sobre la necesidad que todos los seres vivos, incluyendo los seres humanos y, entre ellos los poetas, tenemos de renovarnos, de regenerarnos luego de producido el quiebre, la ruptura.
Hay un dolor que aqueja a un tejido universal, que hermana más allá del dolor individual y más allá de cualquier ruptura con la certeza. El poema Hermandad da cuenta de este descubrimiento, de tal manera que la voz que me cuenta a mí misma es también la del otro, del gran otro. El dolor aparece así como un estado de percepción que de alguna manera, siempre errática, siempre fallida, nos cuenta quienes somos, de qué estamos hechos.
En el inicio del libro no hay cuerpo, y en su final, lo que hay es un puro cuerpo quebrado, pero es la capacidad de decir el dolor, lo que nos posibilita la supervivencia.
El trauma, el quiebre es en todo caso la presencia enemiga y difusa que pone en peligro la subjetividad y sume al sujeto en el llanto, un llanto que luego es cántico, en tanto y en cuanto repone, humaniza, en la experiencia física del decir la palabra, huidiza, frágil incierta, mudable, la que permite el rearmado, y se reformula y se recrea, desde esa naturaleza de donde proviene y a donde vuelve.
El vacio, el disloque entre el cuerpo y su imagen nos hace pesquisar sobre la falla, decir la imposibilidad del absoluto deseado.
Ahora podemos saber que lo que percibimos nunca es sino presencia recobrada, la evocación, el pasaje de lo oculto a lo indagado.
Meditaciones Orgánicas es un libro que bucea en el intervalo, en el semblante desfigurado, en lo disuelto.
El lenguaje, nos permite aprehender en nuestro cuerpo el mundo que lo rodea. Para ello nuestro espíritu debe haber renunciado a toda seguridad y certeza. Aún sin certeza ninguna hay algo, el mundo contemplado, incierto, falible, abierto, que devuelve la mirada al yo que mira. En su aparente sencillez fértil todo lo primario, las especies, las plantas, la tierra, el aire, le devuelven al yo perplejo su subjetividad, como un resabio devuelto a través del lenguaje, como evocación de esa misteriosa y oculta inteligencia.
El dolor, la enfermedad, la evocación, la memoria, la predisposición del yo a lo dislocado, nos permite además, saber que no somos solos, hay en todo el procedimiento de escritura el intento de un proceso empático que habilite la identificación.
Los poemas de este libro, dan cuenta de y son una experiencia orgánica como lo es el universo. Sólo la atención permanente del espíritu que se ha librado de falsas certezas puede acceder a lo secreto, a lo diverso y permitir su reconciliación con el desvelo último del misterio de la vida.
La escritura es el lugar de la reconstrucción siempre en avance y retroceso, del yo en cuanto acontecer, en su estado de constitución fragmentada. La materia y la subjetividad quebradas, negadas, dislocadas devienen poemas, que aun hechos de palabras tenebrosamente ambiguas, crean belleza y allí radica la salvación del sujeto que se adentra en tales laberintos del ser.
"porque una es extranjera
una es de otra parte,
ellos se casan,
procrean,
veranean,
tienen horarios,
no se asustan por la tenebrosa
ambigüedad del lenguaje"
-Alejandra Pizarnik-
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Con-versiones julio 2011
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