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La memoria del bosque

Hernán Ronsino

 



Proust tenía mala memoria, escribe Beckett en un ensayo sobre el francés. El hombre con buena memoria, dice Beckett, no se acuerda de nada porque no olvida nada. Es Funes, el memorioso. Proust no tiene la memoria de Funes. Más bien introduce en el terreno literario una forma de memoria velada que se manifiesta, inesperadamente, lejos de cualquier dato organizado y enciclopédico, para darle, al presente, un espesor luminoso y renovador. El hombre que recuerda todo, en cambio, es un hombre abrumado. Recordar así, es un acto de tortura. Porque el que recuerda todo, Funes, el memorioso, está enjaulado, diría Beckett, por el Hábito de recordar. Y el Hábito es la muerte. (“Si no existiera el Hábito – escribe Proust –, la Vida parecería maravillosa a todos aquellos a los que la Muerte amenazara en todo momento, es decir, a toda la Humanidad”). La mala memoria de Proust, entonces, es un resplandor de luz en un mar de recuerdos huecos y vacíos.

Pero antes de Proust, están Eliot, Kierkegaard y Bergson. Ellos trabajaron en el terreno literario y filosófico el concepto de memoria afectiva, que luego, con Proust, llegó a conocerse como memoria involuntaria. Si hablamos de memoria involuntaria, en principio, hablamos de la existencia de un mundo encantado. La irrupción de la memoria involuntaria se produce en el encuentro con un objeto áurico que, a través de un shock, nos permite recuperar en el presente una experiencia de vida pasada. Hay, por lo tanto, una restauración, resignificada, de la vivencia desde el presente. La revelación, interior, que nos provoca el encuentro con un objeto encantado, nos permite, diría Proust, recobrar el tiempo perdido.

Beckett tuvo su revelación. Fue en Irlanda, en el verano de 1945. En la casa materna donde Beckett vivió en la infancia. Ahora – después de haberse ido a París, a los 22 años –, está, ocasionalmente, de regreso: su madre agoniza y Beckett (que hasta entonces andaba desorientado y sin saber qué hacer con su vida) descubre lo que debe escribir. La trilogía compuesta por Molloy, Malone muere y El innombrable se dibuja, entonces, en su horizonte cercano. Tiene un proyecto, en cierto modo, una forma de la utopía a construir.

Ningún escritor verdaderamente bueno, dice Isaac Singer, escribirá nunca en una lengua aprendida, sino en la lengua que conoce desde la infancia, en la lengua madre. La obra de Proust, sin dudas, es un gran ejemplo para ilustrar la afirmación de Singer. Pero también lo es, puntualmente, la trilogía de Beckett, pero para demostrar lo contrario. Proust y Beckett escriben sus obras en francés. Pero para Proust el francés es la lengua madre, y, en cambio, para Beckett una lengua aprendida. Entonces, Proust, enfermo, hunde las raíces de su proyecto literario en el humus del pasado. La lengua que describe ( y percibe) el sabor de la magdalena despertando el mundo de Combray, no puede ser otra que la lengua madre, la lengua francesa. En ese proyecto, y como si fuera una correspondencia con la lengua original en la que escribe para recuperar lo perdido, Proust dibuja un amor materno idealizado y poderoso. La escena del beso a la madre, antes de ir a dormir, interrumpido por la presencia de Swann, sirve como ejemplo. “Estoy perdido”, escribe Proust, cuando ese niño sube a su cuarto sin haber recibido el beso de la madre. Ese mismo modelo de madre, parece vislumbrarse también en otro francés, Sartre. “El incesto me gustaba si seguía siendo platónico”, escribe en Las palabras. Pero, ¿qué hay de Beckett? La revelación que Beckett tiene, en Irlanda, es en la casa materna, donde pasó su infancia. Pero es una revelación cruel. El ser humano ha fracasado, habrá pensado Beckett, allí, entre las ruinas de su pasado. Y comienza, entonces, a escribir Molloy. El libro empieza así: “Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué”. Luego agrega: “No sé gran cosa, si he de ser franco. La muerte de mi madre, por ejemplo. ¿Había muerto ya cuando llegué? ¿O murió más tarde? Muerta para enterrarla, quiero decir.” Entonces sentencia, expresando con claridad cuál es su deseo profundo: “A mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez”. Molloy ha quedado huérfano.

Dicen que las primeras notas de Molloy Beckett las escribe en francés, junto al cuerpo agonizante de su madre. Proust, enfermo, en su propio lecho de muerte, escribe En busca del tiempo perdido. La escritura, entonces, enredada con la muerte. Dice Bataille: la conciencia de la muerte es lo que lleva a la existencia del erotismo. La muerte como frontera que nos define. La escritura formando parte de la dimensión erótica del ser. Desprendiéndose de esa región erótica, la escritura de Proust, como se dijo, edifica un mundo encantado que, a través de la memoria involuntaria, y hundido en la trama significante de la lengua original (y de la figura materna: que modela el deseo de Proust), nos devuelve el tiempo vivido en la infancia, siempre más luminoso: “Combray entero, surgió, aldeas y jardines, de mi taza de té”. En cambio, en el espacio beckettiano lo que prevalece es el desencanto del mundo. Por dar un ejemplo, las piedras, áridas, que chupa Molloy no le devuelven ningún tiempo vivido. El ser humano ha fracasado, dicen sin decir los personajes de Beckett. Descreen tanto de la memoria voluntaria como de la involuntaria. No tienen ni buena ni mala memoria. Los atraviesa una suerte de amnesia creciente. Pero Beckett después de esta afirmación, se pone a escribir. Y ese gesto, el de ponerse a escribir, entraña, en sí mismo, como dice Blanchot, una forma de esperanza. Pero además de esa forma de esperanza (literaria), en Beckett hay otra. Una especie de destino utópico.

Ese destino está en los dos autores. Tanto en Proust como en Beckett hay un reino a conquistar. Y esa conquista se produce a través de un retorno, un retorno del ser. Proust recuperando el pasado, anclando la utopía en lo vivido, y Beckett, a través del despojo y la descomposición de lo humano, queriendo volver al bosque (“tenía ganas de volver al bosque”, dice Molloy). Para volver al bosque, hay que despojarse de la dimensión humana. El primer paso hay que darlo con el lenguaje. Es por esto que Beckett necesita escribir en francés, en una lengua aprendida: una lengua, para él, desencantada. En este destino de despojo y amnesia, Molloy dice: “También he olvidado la ortografía, y la mitad de las palabras”. ¿Qué clase, entonces, de ser es el ser beckettiano? El ser beckettiano es un ser lanzado hacia una dimensión animal. La deshumanización del sujeto histórico encuentra, así, una salida. Los personajes de Beckett (Molloy, Malone, Mercier, Camier, Sapo, el Innombrable) avanzan, despojándose, perdiendo las piernas, la memoria, la identidad y con la identidad, la conciencia de la muerte. Al perder la conciencia de la muerte, desaparece el deseo que los moviliza – la zona erótica del sujeto: “Edith tenía un agujero entre las piernas (…) y yo introducía, mejor dicho, ella me introducía mi llamado miembro viril, no sin dificultad, y empujaba y jadeaba hasta eyacular o renunciar a ello o ser invitado a desistir. Una idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga (…) los testículos no me servían ya de nada” –. El motor del ser ahora no es el deseo, lo va reemplazando una rara forma de instinto: se abre, en este creciente despojo, una zona: el ser lanzado hacia la animalidad. La pérdida del nombre sería, en este proceso, el punto culminante, esto es, El innombrable vendría a cerrar, en Beckett, no sólo su trilogía, sino también el círculo de la descomposición humana.

 

Con-versiones, mayo 2007

 

 

        

 

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