ETICA DE LA ESCRITURA O LOS PARABIENES DE UN POTLATCH
Vanesa Guerra
La descortesía mayor: el libro vacío y perfecto
Macedonio Fernández
El escritor teje lazos misteriosos con sus personajes. Rituales secretos, pactos de silencio.
El escritor teje sus lazos, trenza sueños sin palabras. Luego se entrega a la obra, y lo que obra en él, escribe.
Ser personaje es soñar ser real -ha escrito Macedonio Fernández- y lo magnífico de ellos, lo que nos posee y encanta de ellos, lo que tienen solo ellos y forma su ser, no es el sueño del autor, lo que este les hace ejecutar y sentir, sino el sueño de ser en que ávidamente se ponen.
El sueño de ser en que ávidamente se ponen. Esta idea, para mi, representa en gran medida la pasión de la escritura en Macedonio.
Las voces del sueño son voces de estatuas y papagayos, pienso y lo repito como un estribillo que retorna autómata y distorsionado luego de leer Casa Tomada. Pero los escritores no sueñan, escriben. Y tampoco escriben porque quieran, más bien son como soñados por voces de estatuas y papagayos que susurran o gritan vaya a saber qué cosas.
¿Quién escribe un texto? ¿Quién es el autor?
El autor ha muerto, pienso, y además lo han dicho y además se siente. No hemos de buscarlo en las letras que desparramó sonámbulo bajo el éxtasis de una madrugada. Ha muerto. Ha muerto porque se ofreció trémulo a ese banquete de estatuas y papagayos que consienten una alquimia capaz de engendrar personajes que sueñan con ser reales, y en ese etéreo y eterno afán codician la vida hasta el rasguño.
¿Quién es el autor? Un personaje más, otro que va mano a mano con los otros.
Desde allí todo libro debiera firmarse con un nombre distinto cada vez, porque el autor muere junto con todos los personajes que mueren cuando el libro se cierra y se termina. Y ese autor, particular personaje, ya no resucita para otro texto.
Imagino a Flaubert en un susurro estremecedor que horada su secreto cada vez: “Yo soy San Antonio” y también “Madame Bovary, soy yo”
Pero me insiste Macedonio con sus bromas: es indudable que las cosas no comienzan, o no comienzan cuando se las inventa o el mundo fue inventado antiguo.
Se habla de un mundo habitado por seres escritos, un mundo de seres escritos que mueren todos juntos en el final de una lectura.
Y soñar a Odiseo. A Odiseo que es el tejido de Penélope. El sueño de Penélope. Penélope infiel -como pocos han querido- que daba nueva letra a cada nuevo trabajo para el héroe infatigable que como Aquiles y el tortugo, siempre y casi siempre están por nunca llegar.
La historia y la ficción tejen realidades múltiples: no hay historia sin ficción, ni ficciones sin historia. Es seguro que algo de la Verdad se ha perdido para siempre. Ni siquiera: La verdad, es inconclusa, de naturaleza hueca. Por eso los sueños del ser soñado. No hay sueños, sino seres soñados, que sueñan soñar.
Y somos soñados cada noche, porque un real nos habita día tras día.
Lo real es hueco, de naturaleza verdadera.
Robert Graves amó a La Hija de Homero, y nadie sabe si Homero la reconoció alguna vez. Se dice que esta hija (supuesta Princesa Siciliana) se ocultó en un personaje homérico y se escribió a sí misma y luego, tomó el personaje del padre y firmó en su nombre La Odisea del final feliz.
Según una rara hipótesis de Samuel Butler (1896), Homero habría escrito un poema anterior en el cual el viejo Odiseo encontraría a su Penélope tejiendo gozosos romances por doquier. Y así las cosas, Nausícaa, -supuesto personaje homérico- haciendo uso del poder que emanan ciertas mujeres, habría cambiado la historia, la habría firmado con nombre de hombre reconocido y la habrían cantado por su vanidoso artificio durante mucho, mucho tiempo.
Tal vez, una de las primeras novelas más interesantes que se gestaron en este mundo, haya sido producto del genuino plagio de una mujer que se ocultó en un personaje.
Según se cuenta, -y ya vemos que la historia podría ser una variante de la ficción- Nausícaa vivió en el 700 a.C, y habría sido contemporánea a Homero y a Hesíodo y a tantos otros que se disputan la fecha.
Nobleza obliga, síntesis precaria de lo que es el Potlatch, en tanto intercambio de dones como forma de esa ley que sostiene lo social en todas sus maneras: el escritor entrega lo que nunca le podrá ser propio, si acaso no lo deja ir.
No obstante, en esa ajenidad oscura, él mismo se representa en su condena de ser dónde se ignora y no ser donde se aprehende.
¿Qué es un personaje sin un lector?
La inversa de un lector frente a un Libro Perfecto y Vacío. Una descortesía Mayor.
Hoy me insiste Macedonio: Lo que yo quiero es muy otra cosa, es ganarlo a él de personaje, es decir que por un instante crea él mismo no vivir. Macedonio quiere al lector convertido en personaje, lo quiere dentro, lo quiere en la trama, que la vigilia sea la escritura, que la vida sea el ensueño y más: un “choque de inexistencia” que en la psiquis de él, del lector, el choque de estar allí no leyendo sino siendo leído.
Tal vez, la idea de escritura no sólo implique a quien escribe y a quien lee. Macedonio busca tramas, hilos invisibles que formen un tejido sutil entre los personajes, entre todos los personajes enmarañados y esto incluye al lector y al autor en su trance, ebrio de dioses, de estatuas y papagayos.
O acaso negaremos, necios de miedo, el instante de vida que ellos nos ofrecen y que nosotros ofrecemos a esos otros seres de palabras escritas que, lejos muy lejos de la voluntad de un hombre que padeció la metamorfosis de engendrarse y engendrar personajes, nos envuelve. No es mera identificación, es esa una vulgar idea, pequeña y perfecta para su afán de cerrar una razón excluida de toda alquimia.
La propuesta rasguña lo imposible, pero no por eso deja de sumergirse allí cuando somos leídos, o cuando somos escritos o cuando somos soñados.
Freud como amante de la literatura desliza: Los poetas se incluyen entre aquellos hombres cuyo reino no es de este mundo.
Y Shakespeare: los hombres están hechos de la misma sustancia con que se conforman los sueños.
Poco resta agregar; de todas maneras insisto: escribir es algo parecido a dejarse tomar la casa.
Comentarios al autor:
Con-versiones, junio 2000
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