LA EPILEPSIA
(Textos hipocráticos II)
Luis Gil
Pasemos ahora a considerar brevemente la concepción popular de la epilepsia, enfermedad que los griegos asociaron también estrechamente a los dioses. Entre los diversos nombres con que se la designó en la Antigüedad greco-latina ninguno es tan expresivo como el de «enfermedad sagrada», hiere nousos (por primera vez en Heráclito 22 B 46 D.-K. y Hdt. III, 33), morbus sacer, divinus, lues deifica, que la pone en relación directa con los dioses. En griego el adjetivo hieros, como en latín sacer, se aplica a todo aquello que más o menos directamente pertenece a los dioses o permite ver una manifestación de su poder sobrenatural. La ambivalencia del término se pone de relieve en la fórmula penal latina sacer esto, con la que se consagraba a las divinidades infernales a una persona, eximiéndose, por no pertenecer ya al mundo de los vivos, de responsabilidades a quien atentara contra su vida. Lo que corresponde a los dioses recibe de lleno la potencia divina, ya sea un carismático favor, ya sea un terrible castigo. Lo sagrado, pues, se substrae al radio de acción de los humanos; es, en suma, para expresarnos con un término de la moderna antropología, tabú. Pues bien, el adjetivo que califica en los más antiguos textos a esta enfermedad nos introduce de lleno en ese mundo de vagas representaciones entretejidas en torno a la manifestación de una fuerza sobrenatural, a esa mixtura de asombro, reverencia y temor que los estudiosos de la fenomenología religiosa sitúan en la raíz misma del origen de la religión. Los propios griegos de la época ilustrada, cuando por primera vez en la historia se planteó racionalmente el problema de las causas de este mal, no sabían a ciencia cierta la significación del adjetivo «sagrado» en su especial referencia a esta enfermedad. El autor del De morbo sacro parece entenderlo desde un punto de vista genético cuando polemiza contra el vulgo afirmando que no hay enfermedades sagradas ni profanas, ya que en un sentido lato todas las enfermedades y todos los procesos naturales serían también sagrados, por cuanto que nada en el acontecer cósmico se substrae a la dirección divina. No obstante, no se le escapa que la denominación arranca del estupor del vulgo ante un fenómeno que rebasa su natural capacidad de comprensión, que procede en suma de su modo religioso de vivenciar hechos aparentemente portentosos (VI 357, Littré). Ensayos de dar una explicación racionalista a la denominación se hicieron repetidas veces a lo largo de la Antigüedad ora que se estimase que se debiera a tener su sede la dolencia en la cabeza, el sacrum templum... animae, ora por la magnitud de ésta y ser sagrado todo lo grande, ora porque la enviaba una divinidad o porque el enfermo había cometido un pecado contra Selene (cf. Platón, Tim. 85 A-B; Apuleyo, Apol. 50; Caelius Aurelianus, Morb. chr. I, 4; Areteo, III, 4).
Desde un punto de vista histórico-cultural es la última de estas interpretaciones, la de Areteo, la que mejor se ajusta a los hechos. Genéticamente la epilesia -denominación que desde el s.V prevalece y hace referencia a un asimiento externo por alguien, a una posesión- es una enfermedad divina por proceder directamente de los dioses. Desde un punto de vista subjetivo arranca de un pecado, de una falta consciente o inconsciente del individuo, como se demuestra en los procedimientos catárticos -purificaciones rituales con sangre, análogas a las vigentes en los homicidios- que se empleaban para su curación. El epiléptico es un hombre que ha contraído, sin que ni él mismo ni los demás sepan cómo, un miasma que lo pone al margen de la sociedad, que hace de su persona una víctima, en el sentido ritual de pertenencia exclusiva, de divinidades temibles. El trato con él contamina, su misma presencia es un omen del mal agüero, para evitar la transferencia del mal que comporta es preciso recurrir a prácticas apotropaicas.
Existe una documentación lo suficientemente amplia y detallada para poderse formar una idea del tormento que era la vida del epiléptico en el seno de una comunidad que lo rechazaba por inmundo, de su complejo de culpabilidad, de su sentimiento de oprobío y de vergüenza. Por temor a emitir involuntariamente sus excrementos, cuando sentía los síntomas del ataque, huía a un lugar retirado y se cubría la cabeza con el manto, tal como era la costumbre de los moribundos en sus últimos estertores, según informa el autor del De morbo sacro (Corp. Hipp. VI 382, 19 ss.). Sí alguien tropezaba con él de camino, escupía para repeler el demon maligno que acosaba al epiléptico, según Teofrasto (Char. 16) y Plinio (Nat. Hist. XXVIII 35). A la misma razón obedecía el evitar compartir con él la mesa para eludir todo contagio (Apul., Apol. 44, 11). Del íntimo sentimiento de vergüenza del enfermo, cuando se percataba de que no tenía curación, habla Areteo (111 4), por no mencionar las regulaciones legales que ínvalidaban la compraventa de esclavos, en caso de descubrirse que estaban afectados de este mal (cf. Hyperid. 5, 15; Plat., Leg. XI 961-A-C).
Algunos de los tabúes sociales mencionados permiten colegir que la epilepsia, desde finales del s. IV, la concebía el vulgo como la posesión por un espíritu impuro que se introducía por el orificio bucal en el cuerpo. Como posesión también la interpretaron los Padres de la Iglesia que en sus ataques vieron la manifestación externa de la acción interior de un espíritu impuro, que, a diferencia del que operaba en los ventrílocuos (engastrimythoi, pythones), no hablaba, ni oía, por cuanto que mientras duraba el ataque se revelaba sordo por completo a las conminadones del exorcismo. Los epilépticos son confundidos con los posesos de toda índole: son daimonízomenoi «endemoníados», seléeniazomenoi, lunatici, energoumenoi. Decisivo para el enjuiciamiento de la epilepsia en el cristianismo primitivo es un comentario a San Mateo 13,6 de Orígenes que no se diría salido de la pluma de hombre tan culto:
"Los médicos pueden muy bien aducir causas naturales, en su creencia de que no es un espíritu impuro en el lugar sino un síntoma somático: y en sus explicaciones naturales pueden decir que se mueven las partes húmedas de la cabeza por cierta simpatía con respecto a la luz lunar que tiene una naturaleza húmeda. Nosotros, en cambio, los que tenemos fe en el Evangelio, creemos que esta enfermedad procede de un espíritu impuro, mudo y sordo, cuya acción interior es visible en los pacientes". (PG XIII 1105 C-1108 A).
Texto extraído de "Therapeia, la medicina popular en el mundo clasico", Luis Gil, págs. 270/273, editorial Guadarrama, Madrid, España, 1969.Selección y destacados: S.R.
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