Hamlet o Hécuba (las fuentes de la tragedia)
Carl Schmitt (segunda parte)
LAS FUENTES DE LA TRAGEDIA
Al reconocer en la culpa de la reina y en la figura del vengador dos irrupciones del tiempo histórico que penetran en el drama, nos encontramos frente a la última y más grave cuestión: ¿podemos incluir discusiones históricas en la consideración de una obra de arte?, ¿de dónde toma la tragedia el acontecer trágico del que vive?, ¿cuál es en este sentido el origen de la tragedia? Esta es, en su generalidad, una cuestión que puede llevar al desaliento. Las dificultades se presentan, en principio, como un problema de técnica de trabajo. Las disciplinas y parcelas científicas se han especializado en un proceso de división del trabajo llevada al extremo. Los historiadores de la literatura trabajan con materiales y aspectos diferentes de los de los historiadores políticos. Así, Shakespeare y Hamlet pertenecen al campo de la historia de la literatura, mientras que María Estuardo y Jacobo son competencia de los historiadores de la política. Por ello es difícil vincular a Hamlet y a Jacobo. El foso que los separa es demasiado profundo. Los historiadores de la literatura entienden por fuente de un drama la fuente literaria, un precedente o un libro: que Shakespeare utilizara a Plutarco para su Julio César o, para nuestro Hamlet, a la saga nórdica de Saxo Gramaticus en sus elaboraciones literarias del siglo XVI.
Otras dificultades proceden de una estética y una filosofía del arte ampliamente dominantes. No queremos discutir aquí su relación con el problema de la división del trabajo. En cualquier caso, los filósofos del arte y los profesores de estética tienden a considerar la obra de arte como una creación autónoma, cerrada en sí misma e independiente de la realidad histórica o sociológica, y a comprenderla únicamente desde sí misma. Vincular una gran obra de arte a la actualidad política del momento en que vio la luz, les parece una perturbación de su belleza puramente estética y una degradación del valor propio de la forma artística. El origen de lo trágico radica, pues, en la libre y soberana fuerza creadora del poeta. Estamos en un terreno en el que abundan las sutiles distinciones y la separación de principios, los límites y fronteras entre perspectivas contrapuestas y elaborados sistemas de valores que sólo reconocen sus propios accesos y documentos, sólo consideran válidos sus propios visados, y niegan a cualquier otro la entrada y el tránsito por sus dominios. Intentaremos encontrar un mejor camino y evitar el peligro de que nuestra consideración del Hamlet shakespeareano se estrelle. Para ello debemos ser conscientes de que las representaciones arraigadas en nuestra tradición cultural alemana todavía acrecientan las dificultades.
LA LIBERTAD DE CREACION DEL POETA
En Alemania nos hemos acostumbrado a considerar al poeta como un genio que extrae su creación de fuentes arbitrarias, discrecionales. El culto del genio que instauró el Sturm und Drang alemán del siglo XVIII, precisamente con la vista puesta en el supuesto carácter shakespeareano, ha llegado a ser un credo de la filosofía del arte en Alemania. La libertad de creación del poeta, con ello, se convierte en el palacio de la libertad artística absoluta y en el baluarte de la subjetividad. ¿Por qué el artista no ha de explotar artísticamente, impulsado por su genio, lo que desee y en la forma que desee, las propias vivencias o las de otras gentes, sus lecturas o las noticias de prensa? Con esa maniobra apresa la materia y la traslada al ámbito totalmente diferente de lo bello, en el que las cuestiones históricas o sociológicas resultan algo carente de tacto y de gusto. La antigua Poética hablaba de «licencia poética». En alemán lo traducimos como «libertad poética» y vemos en ello la expresión de la subjetividad del poeta genial.
A ello se añade que nuestros conceptos estéticos en general están determinados más por la lírica que por el drama. Cuando se habla de arte literario pensamos antes en un poema que en una obra teatral. Pero la relación del poema lírico con la vivencia poética es algo completamente diferente de la relación de la tragedia con sus fuentes míticas o histórico-temporales. El poema lírico, en este sentido, carece absolutamente de fuentes.Tiene como motivo una vivencia subjetiva. Uno de nuestros más grandes poetas, y al mismo tiempo uno de los más conscientes de la forma, Stefan George, dice: la vivencia sufre a través del arte una transformación tal que llega incluso a perder su significado para el artista y, para cualquier otro, un saber acerca de esa vivencia resultará más confundente que provechoso. Esto es aplicable a un poema lírico y puede desmentir a esos pedantes que adornan los poemas amorosos de Goethe con las vivencias amorosas del mismo. La libertad de creación, sin embargo, la que dota al poeta lírico de tal espacio de juego frente a la realidad, no puede trasladarse a otros modos y formas de la producción artística. A la subjetividad del poeta lírico corresponde otro tipo de libertad de creación; distinta de la perteneciente al la objetividad del épico, y que es diferente, también, de la del dramaturgo. En Alemania tenemos una imagen del dramaturgo extraída -conceptualmente- del modelo de nuestros clásicos. Nuestros grandes poetas dramáticos, Lessing, Goethe, Schiller, Grillparzer y Hebbel, escribieron sus dramas como libros destinados a la impresión. Sentados en el escritorio o en su pupitre, como trabajadores domésticos, entregaban a un editor, a cambio de unos honorarios, un manuscrito listo para su impresión. El término trabajador doméstico no conlleva aquí una intención desdeñosa; es simplemente una caracterización significativa de una situación sociológica importante en relación con nuestro problema y, en nuestro contexto, absolutamente necesaria. Pues las obras de Shakespeare surgieron de un modo completamente distinto. Shakespeare no escribió sus obras para la posteridad, sino para su público londinense que tenía una existencia concreta. En propiedad, ni siquiera puede decirse que las escribió. Las compuso con la vista puesta en destinatarios muy concretos. Ninguna de las obras de Shakespeare tuvo un público formado por espectadores que hubieran leído previamente la obra representada y la conocieran a partir de un libro impreso.
Las representaciones mencionadas del arte y la obra artística, del teatro y el dramaturgo, tal como se dan en nuestra tradición cultural alemana, nos cierran una perspectiva libre sobre Shakespeare y su obra. Dejemos completamente al margen en la polémica acerca de la personalidad de Shakespeare. Una cosa es segura: no fue un trabajador doméstico dedicado a la producción literaria de dramas en forma de libro, y sus obras surgieron en estrecho contacto con la corte londinense, con el público de Londres y con los actores londinenses. La referencia a acontecimientos y personalidades histórico-temporales, intencionada o no, se producía por sí misma, sea en forma de mera alusión o como un verdadero reflejo. En tiempos de inquietud y tensión política esto era algo inevitable. Lo sabemos por nuestro propio presente y podemos recordar una fórmula usual entre nosotros, en los años 1954-55, en relación a asuntos histórico-temporales: todos los personajes y hechos de esta obra son pura ficción; cualquier parecido con personas o acontecimientos reales es mera coincidencia y resultado de la casualidad.
No quisiera ser acusado de colocar al mismo nivel al autor del Hamlet shakespeareano y a los productores actuales de novelas y películas. No obstante, la analogía de la referencia a la actualidad política es esclarecedora y seguro que Shakespeare, en caso de necesidad, no hubiera vacilado en incluir en sus dramas esa fórmula como observación preliminar.
Todo esto no posee significado tan sólo para la psicología y la sociología del escritor dramático, sino también respecto del concepto de drama y la cuestión acerca del origen del acontecer trágico. Pues aquí es donde se muestran con claridad los límites a la libre creación de cualquier autor teatral. Un autor de piezas teatrales destinadas directamente a la representación ante un público bien conocido, no sólo mantiene una relación de intercambio psicológico con su público sino que forma parte de un espacio público común. El público, reunido en la sala de los espectadores, representa en su concreta presencia un espacio público que comprende al autor, al director, a los actores y al público, incluyéndolos a todos. El público presente debe comprender la acción de la obra, pues de lo contrario simplemente no sigue su desarrollo, rompiéndose ese espacio común, o bien todo acaba en un mero escándalo teatral. Ese espacio público marca un límite definitivo a la libertad de creación del autor dramático. El respeto de esos límites es algo forzado por el hecho de que el público deja de seguir la obra si lo que ocurre en escena se aparta excesivamente de su conocimiento y expectativas, al convertirse los acontecimientos en algo incomprensible y carente de sentido. El saber del espectador es un factor esencial en el teatro. Incluso los sueños que el dramaturgo teje en su obra deben poder ser soñados también por el espectador, con toda la concreción y las variaciones de los acontecimientos recientes. La libertad de creación del poeta lírico es algo diferente, tanto como la del épico y el novelista. Hay algo que limita firmemente la subjetividad del autor teatral así como su gusto por la fabulación; se trata del saber del espectador presente en la representación que ha de seguir, y del espacio público determinado por esa presencia. (1)
No podemos dejamos engañar en esto por la aparentemente ilimitada libertad que Shakespeare pone en acción frente a sus fuentes literarias. En efecto, esa libertad es grande y la arbitrariedad con la que utiliza tales fuentes podría llevar a caracterizarlo corno alguien «íntimamente antihistórico». Sin embargo, su libertad frente a las fuentes literarias, rayana en la arbitrariedad, no es sino la otra cara de su estrecho vínculo con el auditorio londinense concretamente existente y su saber acerca de realidades que forman parte de su presente. En obras históricas, que presuponen un conocimiento del pasado histórico, ese saber del público entra en juego de modo distinto a como ocurre en obras relacionadas con la actualidad del presente. La pieza histórica nombra a personajes y acontecimientos con nombres que son conocidos del público y que despiertan en él determinadas representaciones y expectativas con las que trabaja el autor. En relación con ese tipo de saber histórico del espectador tiene validez la máxima de Jean Paul que dice:
Un carácter históricamente conocido, por ejemplo Sócrates, o César se realiza cuando el poeta, como un príncipe, lo hace llamar y presentarse, dando su Cognito por supuesto. Un nombre, aquí, es una multitud de situaciones.
Aunque no de efecto menor, otra cosa sucede cuando un personaje del presente histórico aparece bajo otro nombre y, no obstante es ampliamente reconocido para el saber del espectador. En este caso, la transparencia del Incognito aumenta la tensión y la participación del que ve y escucha, reconociendo al mismo tiempo la realidad. Este era el caso del Hamlet-Jacobo del que hablamos aquí.
JUEGO Y TRAGEDIA
En el teatro no sólo el saber del espectador es un factor esencial, sino que además dicho espectador presta atención al respeto de las reglas del lenguaje y del juego, y el teatro mismo es esencialmente juego. La obra teatral no sólo se juega al ser representada, sino que en sí misma, como obra, es juego. Las obras de Shakespeare, en especial, son auténtico juego teatral, juego cómico o dramático. El juego posee su propio ámbito y genera su propio espacio, en cuyo interior domina una considerable libertad tanto respecto de la materia de la obra como de la situación en la que surge. De ese modo, se forman un espacio y un tiempo propios del juego. Esto hace posible la ficción de un puro proceso en sí mismo, circular y cerrado al exterior. Por ello las piezas teatrales de Shakespeare se dejan presentar como un puro juego, sin ningún sentido histórico, filosófico o alegórico particular y sin consideraciones laterales. Todo ello vale también para la tragedia Hamlet. También la mayoría de la obra y la mayor parte de las escenas de Hamlet son puras escenas de un juego. Esto es algo que Otto Ludwig, en sus estudios dramáticos, ya puso de manifiesto y destacó con razón. (2)
No exijo a nadie, exageradamente, que piense en Jacobo al ver a Hamlet sobre la escena. Tampoco quiero comparar siquiera el Hamlet shakespeareano con Jacobo histórico o a la inversa. Ante una representación bien ejecutada del Hamlet, sería necedad dejarnos apartar de la obra por reminiscencias históricas. Sin embargo, debemos diferenciar el drama de la tragedia. (3) Lamentablemente nos hemos habituado a germanizar simplemente el término Tragödie con la palabra Trauerspiel, confundiéndolas. Los dramas de Shakespeare que acaban con la muerte del protagonista se llaman, sí, tragedies, y la pieza teatral Hamlet está calificada como tragical history o tragedy.
No obstante, es necesario separar, y distinguir entre drama y tragedia para que no se pierda la específica cualidad de lo trágico y no desaparezca la gravedad de la auténtica tragedia. En la actualidad existe una extensa filosofía del juego, así como una teología. Además, siempre ha habido una religiosidad auténtica que se sentía a sí misma, y su existencia terrenal, en dependencia de Dios, como un juego de Éste, según el cántico evangélico:
En él tienen todas las cosas su fundamento y su meta,
Y también lo que el hombre realiza es el gran juego de Dios.
Lutero, en referencia a los cabalistas, habló del juego que Dios juega diariamente durante horas con el Leviatán. Un teólogo luterano, Karl Kindt, declaró el drama de Shakespeare una «obra de Wittenberg», haciendo de Hamlet un «jugador de Dios». (4) Teólogos de ambas confesiones citan el pasaje bíblico, versos 30/31 del capítulo VIII de los Proverbios de Salomón, que dice en la traducción luterana: «cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí con él como arquitecto, y tenía diariamente mi delicia, y jugaba todo el tiempo ante él; y jugaba sobre el suelo de su tierra». En la Vulgata se dice: ludens in orbe terrarum.
No podemos, aquí, interpretar ese oscuro pasaje ni queremos tampoco examinar la relación de la liturgia eclesiástica y su sacrificio con un concepto de juego tan profundo. En cualquier caso, el drama shakespeareano no tiene nada que ver con la liturgia eclesiástica. No es religioso ni se da, como ocurre con el teatro clásico francés, en un espacio determinado por la soberanía del Estado. La idea de que Dios juega con nosotros puede elevarnos a una teodicea optimista tanto como hundirnos en el abismo de una desesperada ironía o del agnosticismo sin fondo. Por tanto, dejemos esto al margen.
Por lo demás, el término Spiel ofrece en alemán una multitud sin límite de aspectos y posibilidades contrapuestas de aplicación. Un hombre que toca el violín o la flauta, o que golpea, un tambor según las notas de una partitura escrita o impresa, llama spielen a todo lo que hace siguiendo esas notas. Del mismo modo que juega también quien, siguiendo unas reglas de juego determinadas, empuja o golpea una pelota. Los niños pequeños, como los gatos, juegan con especial intensidad cuando el incentivo de su juego consiste precisamente en no jugar siguiendo reglas firmes, sino en completa libertad. Así, el concepto de juego puede cubrir todas las posibilidades y oposiciones, desde el imperio del Dios todopoderoso y omnisciente hasta el impulso de seres vivientes irracionales.
Frente a tales soluciones, aceptemos que al menos para nosotros, pobres humanos, el juego significa la negación fundamental de la seriedad. (5) La tragedia termina donde comienza el juego, aunque éste sea el juego del llanto, una obra triste para espectadores tristes y un intenso drama. En los dramas de Shakespeare, al menos, podemos prescindir de la irreductibilidad de lo trágico a juego, ya que los rasgos del juego aparecen también en sus tragedias.
LA OBRA DENTRO DE LA OBRA: HAMLET 0 HÉCUBA
Para el sentir ya fuertemente barroco de la vida de esta época, alrededor de 1600, la totalidad del mundo se había convertido en escena, como Theatrum Mundi, Theatrum Naturae, Theatrum Europaeum, Theatrum Belli, Theatrum Fori. El hombre activo de esta época se veía a sí mismo sobre un proscenio frente a espectadores, y se entendía a sí mismo y su actividad en la teatralidad de su obra. Ese sentimiento escénico, se ha dado también en otras épocas, aunque en el barroco es especialmente fuerte y está especialmente extendido. La acción en el espacio público era acción en un escenario y, por tanto, drama.
Ninguna vida aparece como teatro y escenario tanto como la de aquéllos que en la corte tienen su elemento. (6)
También Jacobo I advirtió a su hijo para que no olvidara que, como rey, siempre estaba sobre la escena, con todos los ojos fijos en él.
La teatralización barroca de la vida en la Inglaterra Isabelina de Shakespeare era un proceso independiente y elemental. Todavía no estaba organizada dentro del sólido marco de la estatalidad soberana ni en la paz, la seguridad y el orden públicos creados por el Estado soberano, como el teatro de Corneille y Racine de la Francia de Luis XIV. Comparado con ese teatro clásico, el teatro shakespeareano es, tanto en sus aspectos cómicos como en los trágicos, brutal y elemental, bárbaro, sin ser todavía político en el sentido estatal que el término «político» posee en esa época. (cf. excurso II: «Sobre el carácter bárbaro del drama shakespeareano: acerca de El origen del drama barroco alemán (1928) de Walter Benjamin», infra págs. 51 ss.) Más aún, como teatro elemental, era parte de la realidad presente de su época, un fragmento del presente, en una sociedad que percibía su acción en gran medida como teatro, sin por ello contraponer de forma especial el presente del fragmento representado a la actualidad vivida de su propio presente. También la sociedad estaba sobre la escena. La obra en escena podía aparecer, sin afectación, como teatro dentro del teatro, como representación viviente en la obra inmediatamente presente de la vida real. La obra escénica podía potenciarse a sí misma como obra sin separarse de la realidad inmediata de la vida. Así se hizo posible incluso una doble potenciación, el teatro dentro del teatro, una posibilidad que encontró en el tercer acto de Hamlet su asombrosa realización. Podríamos hablar aquí, en lugar de duplicación, de una triplicación, ya que la pantomima anticipada, el dumb show, refleja a su vez el núcleo del acontecer trágico.
Esa obra dentro de la obra es algo más que una mirada entre bastidores. Sobre todo, no debe ser confundida con el teatro de actores del siglo XIX, surgido con la revolución social. En el teatro de actores, los bastidores quedan hechos pedazos, las máscaras se arrancan sobre la escena y el actor se presenta a sí mismo, en su desnuda humanidad o como miembro de una clase oprimida. Así fue como el viejo Dumas en el siglo XIX hizo protagonista de una pieza teatral al famoso actor shakespeareano Edmund Kean y como Jean Paul Sartre en nuestro siglo XX, todavía no hace mucho, lo ha repetido, sin que en lo fundamental fueran muchas las diferencias. Pues en ambos casos, tanto en Dumas como en Sartre, se escenifica un espacio público falso, lo que quiere decir que queda desenmascarado en el espacio público de su propio teatro. Máscaras y bastidores se arrojan a un lado, pero sólo en el teatro y como teatro. El espectador es ilustrado acerca de un problema psicológico-individual o social. El teatro se convierte en discusión o propaganda. Modificando la amenaza de Karl Marx podría decirse aquí: la emancipación de los actores se cumple de manera que los actores se convierten en protagonistas y los protagonistas en actores.
En el Hamlet de Shakespeare la obra dentro de la obra del tercer acto no es una mirada entre bastidores. Sin duda en el encuentro de Hamlet con los actores del acto anterior, el segundo, puede hablarse de esa mirada entre bastidores. El diálogo con los actores, sus recitaciones ante Hamlet y las instrucciones que él les transmite podrían convertirse en punto de partida para un auténtico teatro de actores. Pero en conjunto esos dos actos representan lo contrario. No están al servicio del teatro de actores, sino al de la pura obra dentro de la obra. El actor que recita ante Hamlet la muerte de Príamo llora por Hécuba. Pero Hamlet no llora por Hécuba. Asombrado, experimenta que existen hombres que, en ejercicio de su profesión, lloran por algo que en la realidad actual de su existencia y en situación real les resulta indiferente y no les afecta. Hamlet se sirve de esa experiencia para hacerse intensos autorreproches, recordar su propia situación y dar impulso a su actividad y al cumplimiento de su misión de venganza. (7) Es impensable que Shakespeare con Hamlet no pretendiera otra cosa que convertir a su Hamlet en Hécuba y que tuviéramos que llorar por él, como los actores lo hicieron por la reina troyana. Realmente lloraríamos por Hamlet, igual que por Hécuba, sí quisiéramos separar la realidad de nuestra existencia presente de la obra escénica. Nuestro llanto se habría convertido, así, en llanto de actores. Nos quedaríamos sin asunto y sin misión, los habríamos sacrificado al placer del interés estético en la obra. Esto no sería bueno, pues sería una prueba de que en el teatro tenemos dioses distintos a los de la plaza pública y el púlpito.
La obra dentro de la obra del tercer acto de Hamlet no sólo no es una mirada entre bastidores, sino que, por el contrario, es incluso la verdadera obra repetida fuera de los bastidores. Lo cual supone un núcleo real fuertemente presente y actual. De lo contrario, la duplicación haría a la obra cada vez más frívola, inverosímil y artificiosa, es decir, cada vez menos verdadera hasta convertirla finalmente en una «parodia de sí misma». Sólo un núcleo muy fuerte de actualidad resiste esa doble presentación en una escena sobre la escena. Desde luego hay casos de obras dentro de obras, pero no de una tragedia dentro de una tragedia. La obra dentro de la obra del tercer acto del Hamlet es por ello una magnífica prueba que muestra cómo un núcleo de actualidad y presente histórico -el asesinato del padre de Hamlet-Jacobo y el casamiento de la madre con el asesino- tenía el poder de realzar la obra de teatro en tanto obra teatral sin anular por ello la tragedia.
Para nosotros, sin embargo, resulta más importante saber que la pieza teatral Hamlet -obra teatral siempre fascinante- no se reduce sin más a ser la obra teatral del príncipe danés. Contiene más elementos que los teatrales y, en ese sentido, no es una obra acabada. La unidad de tiempo, espacio y acción no está cerrada ni da lugar a un puro proceso en sí mismo. Hay dos grandes lugares a través de los cuales el tiempo histórico irrumpe en el tiempo de la obra teatral, donde desemboca la corriente imprevisible de las nuevas interpretaciones posibles, donde confluye el enigma insoluble y siempre renovado de lo que por otra parte es una verdadera obra teatral.
Ambas irrupciones -el tabú, en el que se revela la culpa de la reina, y la desviación del tipo del vengador que lleva a la hamletización del protagonista- son dos sombras, dos lugares de oscuridad. No son, de ningún modo, dos simples implicaciones políticas, ni meras alusiones ni tampoco verdaderos reflejos, sino datos asumidos y respetados en el juego de la obra, alrededor de los cuales gira con temor la propia obra. Alteran la falta de intencionalidad del puro juego de la obra. En esa medida son, considerados desde el juego de la obra, un minus. Pero tuvieron como efecto que el personaje teatral Hamlet pudiera llegar a convertirse en un auténtico mito. Y en esa medida son un plus, pues elevaron el drama hasta la altura de la tragedia.
INC0MPATIBILIDAD DE LA TRAGEDIA Y LA LIBRE CREACION
La verdadera tragedia, frente a cualquier otra forma, incluso frente al drama, posee rasgos especiales y extraordinarios, una especie de excedente que no poseen otras obras teatrales por completas que sean, que tampoco quieren alcanzar a no ser que se malentiendan a sí mismas. Ese excedente se basa en la realidad objetiva del acontecer trágico mismo, en la unión y los vínculos enigmáticos entre hombres indudablemente reales con el curso insondable de acontecimientos igualmente reales. Ahí radica lo que escapa a la construcción, la gravedad irreductible del acontecer trágico que, en consecuencia, no puede perderse en un juego. Todos los afectados tienen conocimiento de una realidad irrevocable que no ha sido planeada por ningún cerebro humano, sino que sobreviene y existe en la exterioridad. La realidad inalterable es la roca muda contra la que se quiebra el juego de la obra y estalla el oleaje de la auténtica tragedia.
He ahí el límite último e infranqueable de la libre creación poética. Un autor puede y debe crear muchas cosas, pero el núcleo real de una acción trágica escapa a su creación. Podemos llorar por Hécuba, por muchas otras cosas, pues muchas son las cosas tristes, pero lo trágico brota sólo de un acontecimiento que existe como realidad inalterable para todos los participantes, tanto para el autor como para los interlocutores y los espectadores. Un destino planeado no es destino. Aquí la más genial creación no aporta nada. El núcleo del acontecer trágico, la fuente de la auténtica pureza de lo trágico, es de tal forma inalterable que no puede ser producto de la imaginación de un mortal ni inventado por un genio. Al contrario: cuanto más original es la creación, más manifiesta es la construcción; cuanto mas acabado el juego de la obra, mayor la seguridad de que lo trágico será destruido. El espacio público común que en toda representación teatral abarca al autor, los actores y los espectadores, no se basa en las reglas lingüísticas y teatrales comúnmente reconocidas, sino en la experiencia viva de una realidad histórica común.
Nietzsche habla, con una famosa expresión, del nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música. Resulta sin más claro que la música no puede ser lo que aquí hemos caracterizado como el origen del acontecer trágico. Wilamowitz-Möllendorff definió la tragedia ática, con una fórmula igualmente famosa, como un fragmento de saga heroica o de mito. (9) Insistió en que había asumido conscientemente en su definición de la tragedia el origen mítico de la misma. De ese modo el mito se convierte en el origen de lo trágico. Por desgracia, Wilamowitz no asumió las consecuencias de su idea. A lo largo de su exposición, el mito se convierte en el «material» y, finalmente, en la hypothesis en el sentido de la story, como hoy se diría, a partir de la que el autor «se inspira». Pero esto no es, una vez más, sino una fuente literaria. A pesar de lo cual la definición es correcta, pues concibe el mito como un fragmento de saga heroica que no es sólo una fuente literaria para el autor, sino saber vivo común que abarca al autor y al receptor, un fragmento de realidad histórica a la que están vinculados todos los que participan de ella por su existencia histórica. Según esto, la tragedia ática no es un juego teatral basado sobre sí mismo. En su representación fluyen continuamente, desde el conocimiento actual del receptor acerca del mito, elementos de realidad que no son puro juego. Las figuras trágicas como Orestes, Edipo o Hércules, no han sido creadas, sino que se dan realmente como figuras de un mito vivo y son transportadas desde fuera -desde un exterior presente- para ser incluidas en la tragedia.
En el drama histórico de Schiller la cuestión es distinta. Aquí lo decisivo es si la cultura histórica que puede presuponerse en el espectador determina un presente y un espacio público común. La historia será origen de acontecer trágico o tan sólo una fuente literaria para un drama dependiendo de que esta pregunta se responda afirmativa o negativamente. Yo no creo que conocimientos históricos puedan reemplazar al mito. El schilleriano es drama y no alcanza el mito. Schiller reflexionó mucho sobre ello, como es sabido, y desarrolló su propia filosofía de la obra teatral. Para él, el arte es un ámbito de la apariencia autónoma. El hombre sólo en el juego llega a ser hombre; es ahí donde se encuentra a sí mismo y a su propia dignidad, más allá de su autoenajenación. De la mano de tal filosofía, el juego tiene que estar por encima de lo serio. La vida es seria, el arte sereno y placentero, cierto, pero de este modo la grave realidad del hombre que actúa no es sino «sucia realidad» y lo serio tiene que acabar convertido en brutal seriedad. El ámbito autónomo y superior del juego sirve para triunfar contra ambos, lo serio y la vida. Durante el siglo XIX los espectadores alemanes de los dramas schillerianos convertidos en clásicos, consideraban la historia universal como un teatro Mundial y disfrutaban del teatro para su propio autoenriquecimiento, en correspondencia con los versos del «Homenaje a las artes» de Schiller:
Regresas a tí mismo, enriquecido,
al contemplar el gran teatro del mundo
En tiempos de Shakespeare el teatro todavía no era el ámbito de la inocencia de los hombres ni estaba separado del presente en el que llevaban a cabo su acción. La Inglaterra del siglo XVI estaba muy lejos de los placeres culturales del espíritu del siglo XIX alemán. El teatro aún formaba parte de la vida; pertenecía a una vida que llena de gracia y espíritu, no era todavía una vida «civilizada». Se cumplía la primera fase de la apertura elemental desde la tierra al mar, del tránsito desde una existencia terrena a una existencia marítima. Gentes de mar y aventureros como el conde de Essex o Walter Raleigh formaban parte de la élite. El teatro todavía era bárbaro y elemental, y no carecía de aspectos bufonescos.
Hemos aludido a la teoría filosófica del teatro como el ámbito autónomo de la verdadera humanidad con pocas palabras y sólo como contraejemplo. Shakespeare, que es quien aquí nos interesa, sin duda también utiliza y explota fuentes literarias e históricas pero -incluso en sus dramas históricos- su relación con la historia es diferente a la de Schiller. Ya hemos hablado del carácter aparentemente antihistórico shakespeareano. En sus dramas basados en la historia de Inglaterra ésta a menudo ni siquiera es fuente literaria, sino que ejerce funciones de portavoz. Desde luego, la obra teatral de Shakespeare es, sin duda, teatro, y las suyas son obras indudablemente teatrales que, en este sentido, no resultan lastradas por problemas filosóficos o estéticos. Por mucho que se haya problematizado al vengador de un drama como Hamlet, el drama mismo, como tal, no es un intento de resolver los problemas en el teatro, ni tampoco de una humanización por el arte, o de la realización humana en el teatro. El autor de esa sólida obra teatral no retrocede ante las alusiones ni los reflejos. Pero ante las auténticas irrupciones deja correr el asunto.
Precisamente en Hamlet se enfrenta a un tabú concreto, una figura presente en el tiempo de la historia, a la que respeta como tal. El hijo del rey y el asesinato del padre son para él y su público realidades existentes de modo irrevocable, ante las cuales se retrocede por temor, por consideraciones políticas o morales, por sentido del tacto o debido a un profundo respeto. De ese modo se producen ambas irrupciones en el que, de otro modo, sería el círculo cerrado de una mera obra escénica, sin más, dos puertas a través de las cuales accede el elemento trágico de un acontecer real en el mundo de la obra, convirtiendo el drama en tragedia, la realidad histórica en mito.
Ese núcleo existente no creado ni susceptible de creación, al que hay que respetar en su realidad histórica puede, según esto, introducirse en la tragedia en un doble modo y nos ofrece, por tanto, dos fuentes del acontecer trágico: uno es el mito de la tragedia antigua, que interviene en el acontecer trágico; otro es, como en Hamlet, el presente histórico inmediato y existente que incluye tanto al autor, como a los actores y espectadores. Mientras que la tragedia antigua se encuentra con el mito y a partir de él crea los sucesos trágicos, en el caso de Hamlet se ha producido algo extraño aunque típicamente moderno: el autor, a partir de la realidad inmediata con la que se encuentra, da origen a un mito. Ni en la antigüedad ni en la época moderna es el autor quien ha creado el acontecer trágico. Acontecer trágico y creación son irreconciliables y se excluyen entre sí. (10)
La grandeza incomparable de Shakespeare consiste en que movido por el temor y la consideración, guiado por el tacto y un profundo respeto, extrajo de la masa confusa de la actualidad política de sus días la figura capaz de elevarse hasta el mito. Que le fuera dado aprehender el núcleo de una tragedia y alcanzar el mito era la recompensa a su profundo respeto, al recato que le hizo respetar el tabú y transformar en Hamlet la figura de un vengador.
Fue así como surgió el mito de Hamlet. Un drama se elevó hasta tragedia para poder, de esta manera, transmitir a los tiempos y generaciones futuras el presente vivo de una figura mítica.
NOTAS
1. Richard Tungel, publicista de gran experiencia, considera «esencial al efecto dramático que el espectador sepa y comprenda más que los actores lo que ocurre o se lleva a cabo en escena. Puede decirse que ese procedimiento, el dejar que sepa más el espectador de lo que le permitirían los personajes de la escena, es uno de los más útiles del arte dramático. Arte que poseía Shakespeare y del que se sirvió en sus dramas y comedias. Probablemente la presencia histórica del drama hamletiano podía provocar asociaciones con la tragedia escocesa y, en el modo al que nos referíamos, tener efectos en el espectador contemporáneo» (Die Zeit, n. 45, Hamburgo, 6 de Noviembre de 1952). 2. Georg von Lukacs, El alma y las formas, Berlín 1911, Pág. 366, en un ensayo sobre Paul Ernst titulado "Metafísica de la tragedia".
3. Otto Ludwig siempre insiste en que un drama obedece a sus «relaciones internas», es decir, a sí mismo, y en que así tiene que ser comprendido. Esa es la razón de que sus denuestos para Hegel nunca sean suficientes. Éste era un sociólogo demasiado grande como para darse por satisfecho con la visión de la obra teatral como una mero proceso-en-sí-mismo. Indignado, Otto Ludwig cita el, según sus palabras «casi ridículo ejemplo de desconocimiento de lo propiamente dramático en la Estética de Hegel» (volumen primero, pág. 267). Piensa Hegel -y con razón, creo yo- que Shakespeare en su drama Macbeth habría tenido en cuanta al rey Jacobo, evitando intencionadamente la cuestión de los derechos sucesorios del Macbeth histórico, para que apareciera en el drama como un simple asesino. Esa razonable opinión hegeliana irrita a Otto Ludwig: «¿Cómo puede concebirse la extravagancia de que Shakespeare presentara a Macbeth como un asesino por agradar al rey Jacobo? A mí me resulta imposible.» En efecto, en el ámbito de la estética alemana de 1850 y en la época de Otto Ludwig era inconcebible. Hoy lo entendemos perfectamente, y si he aludido a las expresiones de Otto Ludwig ha sido como un buen ejemplo de lo que en el texto se ha dicho arriba acerca de la tradición cultural alemana, su imagen del autor dramático y sus teorías llenas de prejuicios sobre el dramaturgo Shakespeare.
4. Cfr. Excurso II, pág. 32. En relación con la definición dada por Wilamowitz-Moellendorf de la tragedia ática, compárese con la nota 20 de nuestro texto; sobre su cita de Wackernagel, ver la nota 21.
5. Karl Kindt, El actor de Dios. El Hamlet de Shakespeare como teatro universal cristiano. Wichern-Verlag Herbert Renner KG. Berlin 1949. «Al final, Dios mete unos títeres en el cajón, e inicia una nueva obra con Fortinbras» (pág. 95). Además de otros, el excelente libro de Kindt posee el gran mérito de haberse referido a la explicación de Hamlet de un hegeliano, Karl Werder, basada en los sucesos objetivos; con ello daba un paso importante hacia la superación del psicologismo (Lecciones sobre Hamlet, Berlín 1875).
6. Rüdiger Altmann, La libertad en el teatro (ensayo aparecido en el número 100 del Frankfurter Allgemeine Zeitung, del 30 de Abril de 1955). El pasaje completo dice: «La obra teatral es la negación por principio de la seriedad. Y en eso consiste su significado existencial. Sólo se comprende el juego del teatro cuando se conoce la seriedad. El hecho de que a menudo el juego teatral se base en lo serio no cambia nada». En los términos de Hans Freyer y utilizando sus conceptos, tal como aparecen en su Teoría de la época presente (pág. 93), podríamos decir que pertenece a la esencia de lo trágico no permitir su inclusión en un sistema secundario; del mismo modo que un sistema secundario es un ámbito de reglas de juego que excluyen la irrupción de acontecimientos trágicos que, en la medida en que son percibidos, suponen una perturbación. Sobre el Estado como sistema secundario puede verse el Excurso II, pág. 51. Quizá algún día se dé un legislador que -haciendo realidad la conexión entre juego y libertad, entre libertad y tiempo libre- establezca una simple definición legal: Juego es todo aquello que un hombre emprende para su formación o realización completa dentro de los límites del tiempo libre legalmente establecido.
7. Caspar von Lohenstein en el prólogo a Sophonisbe, citado en Walter Benjamin, loc.cit. Pág.79.
8. El monólogo de Hécuba en el Hamlet (II, 2, 552-609) precisa su propia misión, su cause, su asunto, y el firme autorreproche que se hace apunta a que él es unpregnant of his cause, ajeno a su misión más propia, como tradujo Schlegel. Pero, ¿cuál es su empresa hamletiana? La pregunta es tanto más significativa por cuanto en el monólogo de Hécuba aparece el plan de apresar al asesino utilizando la obra dentro de la obra, el plan de la «ratonera». Precisamente en relación con la importante pregunta acerca de la empresa de Hamlet, tal como se desprende del monólogo, nos encontramos con una llamativa variación respecto de la primera versión, la de QI de 1603, que contrasta con las versiones más tardías, hoy usuales, que corresponden a Q2 y Fol I. Según las versiones hoy habituales, la empresa hamletiana es sólo una: vengar el rey por el execrable atentado cometido contra su propiedad y, lo más precioso, su vida. Sin embargo, según la versión de Q1, que se remonta al tiempo anterior a la subida al trono de Jacobo en 1603, la pérdida, losse, sufrida por Hamlet es doble: «his father murdred and a Crown bereft him» (II, 2, 587, Vietor, pág. 148) en donde el bereft him se refiere claramente a que es al mismo joven Hamlet a quien se le ha hurtado la corona. Ese segundo «motivo y lema para la pasión» era, antes de la subida al trono de Jacobo, en los años 1601-1603, una llamada del grupo Essex y Southampton al indeciso Jacobo. Tras el ascenso al trono debía desaparecer. Sobre el tema puede verse, más ampliamente, nuestro Excurso I, pág. 47.
9. Ulrich von Wilamovitz-Moellendorff, Euripides Herakles, volumen I, Introducción a la tragedia ática, Berlín 1889, pág. 43 y ss: ¿Qué es una tragedia ática? Wilamovitz-Moellendorff caracteriza las sagas como «la suma de los recuerdos históricos vivos de un pueblo en un tiempo en que el pueblo sólo puede pensar el mito concretamente en la forma de una historia.» Su definición de la tragedia ática dice: «Una tragedia ática es un fragmento de saga heroica cerrado en sí mismo, elaborado poéticamente en un estilo elevado para ser representado por un coro de ciudadanos y dos o tres actores y destinado a ser ejecutado como parte del servicio religioso público correspondiente al culto de Dionisios.»
10. Wilhelm Wackernagel, Sobre la poesía dramática, Basilea 1838. Por otra parte, la realidad de la tragedia es para Wackernagel sólo la realidad de la historia pasada, la realidad del presente queda reservada, según él, a la comedia. Está ya, por tanto, en la línea del historicismo. Es, aún así, una figura grande, sometida a la influencia importante y persistente de Hegel que amplía su horizonte, a la que debemos una asombrosa cantidad de juicios acertados. En ese sentido me refiero aquí, a modo de ejemplo, a su opinión acerca de don Carlos en el drama de Schiller, cuya falta de verosimilitud histórica acentuó y respecto de lo cual afirmó que la desviación de la realidad histórica habría movido de su lugar a la tragedia. Wackernagel cita también el juicio de Jean Paul sobre el cognito de los grandes nombres de la historia y las múltiples situaciones que vienen dadas con el nombre. Sin embargo, al ver la historia únicamente como pasado y no como presente, finalmente ésta acaba también para él convertida en una mera fuente literaria. Lo mismo es válido para las sagas, tal como más arriba hemos comprobado en Wilamovitz-Moellendorff. En consecuencia, drama y tragedia no están diferenciados en Wackernagel, por lo que se pasa de largo ante el problema de las relaciones entre juego y tragedia. La indicación de Walter Benjamin sobre Wackernagel (El origen del drama barroco alemán, págs. 75,95) necesita por lo tanto mayor precisión.
Con-versiones, Agosto 2004
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